Hace unos días, en una entrevista a pie de calle emitida por un conocido programa de TV, se preguntaba a unos chicos veinteañeros por la fecha de las próximas elecciones y el nombre de determinados políticos. La mayoría no supo contestar o cometió errores de bulto, lo cual supongo que bastó para que muchos telespectadores se reafirmaran en su opinión acerca de la ignorancia y el desinterés de los jóvenes con respecto a la política.

Yo dudo mucho que esa opinión tenga fundamento; y el que, pese a todo, se sostenga, confirma la mía acerca de la mayor ignorancia de los que la mantienen. ¿Cómo explicar, si no, que crean que «saber de política» dependa de conocer la fecha de unos comicios o una lista de nombres de expresidentes del gobierno?… Es algo tan absurdo como suponer que «saber medicina» depende de conocer la fecha de tu próxima revisión médica y los nombres de los doctores que te han atendido. Y sí, ya sé que la medicina no es exactamente lo mismo que la política -tal vez haya un poco más de desacuerdo con respecto a lo que es bueno para la sociedad que con respecto a lo que es bueno para un cuerpo-, pero, en cualquier caso, me aceptarán que la política tiene que ser algún tipo de saber (un tanto más sofisticado que el de retener una lista de nombres o fechas). Si no lo fuera, no cabría acusar a nadie de «ignorarla».

Ahora bien, si la política es un saber -el saber de lo justo y lo injusto, aquel que permite tener criterio a la hora de votar o ejercer el poder- entonces, por difícil que parezca, se podrá enseñar a la gente. Pero, ¿cómo? ¿Quién lo hará? ¿En qué sentido?… Por descontado que tal cosa no se puede dejar simplemente en manos del «entorno». La información de mayor altura (la que no es pura retórica o demagogia) que proporcionan, por ejemplo, los medios, se limita al análisis cuasi «deportivo» de las estrategias de los partidos, pero eso solo muy secundariamente tiene que ver con la política.

Tampoco se trata de ponerse a estudiar «Ciencias Políticas», pues estas se limitan a la descripción de los fenómenos sociales que suponemos «políticos», no a la prescripción o análisis de su legitimidad. En ellas no se trata de «lo justo» sino, a lo sumo, de los medios para realizar políticamente lo que «se cree que lo es».

Ahora bien, ¿es algo «justo» solo porque «creamos que lo es»? ¿Debe atenerse el modelo social a una suma de creencias individuales al respecto? Si pensamos que la política no es un saber capaz de proporcionar un mejor «conocimiento» (que este de las creencias individuales) acerca de lo que es justo, entonces el populismo democrático parece una fórmula consecuente: lo justo será, simplemente, lo que crean los más (aunque, ¿por qué un populismo democrático y no una dictadura? Si todo depende de las creencias injustificables de la mayoría, ¿por qué no iba a «apostar» esa mayoría contra sí misma y romper con el mismo principio de Igualdad?).

En cualquier caso, es falso que la gente piense que lo justo se reduce a meras creencias particulares. La prueba es que no deja de discutir ardorosamente sobre ellas, afirmando (a la vez) que, aunque «todo el mundo tiene derecho a creer lo que quiera», «todo el mundo -menos nosotros, los que opinamos X- probablemente se equivoca», asumiendo así que sobre política (sobre lo que es justo o legítimo y lo que no lo es) hay opiniones más verdaderas que otras.

Admitido esto último, solo hace falta proporcionar a la gente una verdadera educación política, que no consiste en venderle tal o cual ideología, ni en limitarse a informarle de los procedimientos legales, la historia política del país o la lista de los DDHH, sino en algo mucho más fundamental: en hacer que comprenda la fundamentación filosófica y argumentativa de las distintas opciones políticas (es decir, las varias, pero no infinitas, teorías sobre la justicia) para que, así, pueda discutir y elegir entre ellas con conocimiento de causa. En otras palabras: enseñarle a trocar sus creencias por juicios. Solo así podrán pasar de espectadores/comparsas del circo político, a ciudadanos conscientes de la verdadera tramoya del poder -incluyendo el que tenemos todos para cambiar las cosas-.