Hace unos días publiqué en este periódico un artículo («La educación de la manada») en el que se abogaba por atajar el problema de la violencia machista mediante la institución de la educación en valores como materia troncal en las escuelas. Ahora bien, ¿en qué consiste tal cosa?, ¿qué cosa es educar en valores?

Antes de nada conviene aclarar que dar prioridad a la educación no supone más que eso: priorizar. Las leyes también tienen una función muy importante. No existen modelos ni prácticas educativas infalibles. En la medida en que nos dejamos llevar por emociones, también son estas (el miedo al castigo y al rechazo social, por ejemplo) las que pueden, en parte, «reajustar» nuestra conducta. Ahora bien, también es cierto que agravar las penas no resuelve esencialmente nada. Por mucho que se han endurecido las condenas por violencia machista, el número de víctimas ha permanecido prácticamente invariable. Los varones que violan o matan mujeres suelen estar compelidos por emociones y prejuicios tan fuertes que la ley y el miedo al castigo sirven de poco con ellos.

En segundo lugar, la educación en valores es incompatible con la censura. Prohibir libros, canciones, películas, chistes y mil cosas más por entender que son machistas --o racistas, homófobas, o lo que sea--, es desde un punto de vista educativo (y democrático), inaceptable. Una sociedad democrática no puede prescindir de la libre circulación de ideas, ni considerar al ciudadano (incluso, en cierto grado, al que se está formando en la escuela) como alguien incapaz de valorar tales ideas por sí mismo. Por demás, la educación en valores consiste en tratar de aquellos que nos afectan, no en ocultarlos. Se trata -por ejemplo- de analizar una canción o un chiste machista (y el porqué de su aceptación) no de prohibir que se cante o se cuente.

En tercer lugar, la educación en valores no consiste en inculcar unos valores y denostar a otros. Eso es mero adoctrinamiento. No se trata de repetirles una y otra vez a los chicos -de mil modos distintos- el mismo «sermón» sobre lo bueno y lo malo, por muy variada y didáctica que sea la forma de disimularlo. Tampoco de celebrar debates ficticios y puramente retóricos (aquellos cuyo final está ya «pre-programado» por el profesor). En general, dar sermones es incompatible con la tarea de educar y, muy en particular, con la de educar en valores.

En cuarto lugar, la educación en valores no tiene que ver con las «parasofias» en boga (ni con el coaching, ni con el mindfulness, ni con los cursillos de inteligencia emocional, ni con nada por el estilo). La educación en valores comprende, desde luego, a las emociones, pero en el sentido de aprender a gestionarlas bajo criterios estéticos, morales y racionales. Pocas cosas más dañinas para la educación que el culto a las emociones como norma de una vida presuntamente libre y plena.

La educación en valores consiste, en fin, en comprender la relevancia de los mismos (todo lo que hacemos lo hacemos por valores), en traerlos a la conciencia y al diálogo para someterlos a análisis crítico, y en enseñar a las personas a optar libremente, desde su propia convicción, entre unos y otros.

Todo esto, por cierto, ya se hace en la escuela, aunque mal y de forma insuficiente. Se trata de la educación ética, una formación que solo reciben, durante una hora semanal, aquellos alumnos que no reciben formación religiosa (que no es educación, sino adoctrinamiento en valores, que es muy distinto), y que es impartida, muy a menudo, por profesores no especialistas.

No hay más forma, pues, de vencer que la de convencer. Mientras demagogos y dogmáticos se empeñen en atajar con leyes, censura o filípicas lo que solo se puede recorrer con razones, libertad y diálogo, no hay nada que hacer. Y en tanto la Ética no sea una materia educativa tan importante o más que las Matemáticas o la Lengua, no habrá ninguna herramienta eficaz que asegure que vayamos a ser sustancialmente distintos de lo que ya somos. O tal vez se trate tristemente de eso: de que nada sea sustancialmente distinto de lo que ya es. Tendríamos que discutirlo, tal como enseña la Ética.