Acaba el curso y a muchos jóvenes les toca decidir lo que van a hacer (y ser) en la vida. No es cosa baladí. La profesión que tenemos no solo es un modo de ganarnos el pan; también es la actividad por la que llegamos a ser quienes somos. A través de ella desarrollamos nuestras capacidades humanas, nos sentimos socialmente valorados y forjamos nuestra identidad proyectándonos y reconociéndonos en aquello que hacemos, esto es: transformando el mundo a imagen de nuestros deseos e ideales. Esto, al menos, idealmente.

¿Por que cuántas de las ocupaciones que nos ofrece el mercado permiten ese grado de realización personal? La verdad es que muy pocas. De ahí que -justificada, pero equivocadamente- muchos entiendan el trabajo como una maldición bíblica enemiga de toda auténtica experiencia de vitalidad. Nada más falso. Como también lo es que no haya trabajos u oficios objetivamente mejores o más dignos que otros.

Cuando comento esto con mis alumnos, me replican, escandalizados, con la consabida consigna: «todos los trabajos son igual de dignos, profe». «¿Todos?» -les pregunto yo-. «Bueno, todos los que son honrados o decentes» -dicen ellos-. El trabajo, pues, y tal como reconocemos en seguida, posee un significado moral y, como tal, podemos y debemos valorarlo como bueno o malo, digno o indigno.

¿Y qué será, en general, un trabajo digno u honrado? Diremos que aquel que, en alguna medida, favorezca (más que impedirlo) la efectiva realización de nuestras potencialidades humanas -las mías y las de los demás-. Dado que todos los enfoques filosófico-antropológicos -por opuestos que sean- coinciden en identificar la especificidad humana con la actividad espiritual (da igual, a este respecto, si esta es reducible a una emergencia neuro-social o si comprende elementos más trascendentes), será un oficio digno todo aquel que aliente el desarrollo de dicha actividad, esto es: la interacción civilizada, la gestión de sentimientos complejos, la autodeterminación de la voluntad y, sobre todo, la conciencia de sí y del mundo...

¿Y qué oficios son, en este sentido, los más adecuados a nuestro desarrollo espiritual como personas? No lo serán, desde luego, todos aquellos que se desempeñen en condiciones de esclavitud o explotación, ni -como proclamaba la vieja aristocracia- aquellos que consistan en tareas puramente mecánicas (y en las que uno podría ser perfectamente suplantado por una máquina). Tener que pasar horas, días y años ejecutando una misma tarea carente de interés humano, y en la que, por ello, resulta imposible «poner el alma», es un crimen de lesa humanidad, y solo es concebible como una ocupación «digna» (aun desalmada) en cuanto permite a quien la ejerce escapar de la indignidad aún mayor que es la miseria.

En cuanto a aquellas profesiones, socialmente tan valoradas hoy, cuyo fin fundamental es realizar proezas físicas o ganar dinero, ustedes dirán (yo casi no me atrevo). ¿Son realmente el deporte profesional o los negocios las actividades más nobles a las que nos es dado dedicarnos? ¿En qué grado contribuyen (encestar balones, acumular bienes...) al desarrollo de nuestras capacidades humanas? Yo creo que en muy poco. Pero ahí están nuestros niños, soñando ser deportistas de élite y (a ser posible a la vez) millonarios...

Nos queda el ámbito del conocimiento -sea técnico, intuitivo (como el arte), moral, religioso, científico, filosófico-. Nuestro afán de comprender la realidad es lo que más aguda y profundamente nos define, y entregarse a ese afán representa, sin duda, una actividad de lo más satisfactoria y humanizadora. Ahora bien, esta no puede ser del todo digna si, con ella, no alcanzamos también a comprender (y transformar) las condiciones que hacen que una mayoría tenga que degradar su vida -desempeñando empleos indignos- para que otros la hagan florecer -mediante ocupaciones como las señaladas-. Condiciones aquellas estrechamente relacionadas, por cierto, con esa confusión entre dignidad y riqueza que -justo por falta de comprensión- padecen las élites más pobres (de espíritu) y sus tristes imitadores. Otro trabajo dignísimo sería, por supuesto, el de acabar con ella.