TUtna de las características que más me atraen de la Plaza Mayor de Cáceres, tras su reforma por el anterior consistorio en 2011, es la sensación de apertura y libertad que produce su diafanidad. La ausencia de obstáculos la ha reconvertido en un lugar de paseo y de encuentro, en una verdadera plaza pública. Porque, ¿qué hay más "público" que una plaza céntrica y diseñada para el disfrute de los ciudadanos?

Sin embargo, observándola detenidamente, hace poco, pensaba sobre su carácter "público", y me asaltaron algunas dudas: ¿es totalmente público un lugar en cuya configuración estética tanto influyen los soportales ocupados por empresas privadas?, ¿es verdaderamente público un lugar para cuyo completo disfrute necesita de servicios (electricidad, agua, señal Wi-Fi) suministrados por empresas privadas? También fachadas y balcones determinan la imagen de la plaza, y son propiedad privada, no pública. Pensé en lo que ocurriría si empresas y particulares decidieran rediseñar o abandonar sus propiedades. No sería la misma plaza.

¿Qué es, pues, lo "publico" de la plaza? Sin duda la propiedad del suelo y de los accesos; el ayuntamiento y algunos edificios que la configuran. Poco más. Sin embargo, nadie discute que sea un "espacio enteramente público" y como tal se trata. ¿Qué es lo que me desconcertó de la reflexión? Que el uso de la dicotomía público/privado --como ocurre con tantas inercias del lenguaje impuesto por la ideología dominante-- conforma nuestro pensamiento y constriñe indeseablemente nuestra capacidad reflexiva.

Luego pensé en los bancos. Sí, esos bancos que empezando por EEUU y terminando en España manejaron desastrosamente sus activos financieros, provocando una crisis económica que ha desembocado en un problema de deuda pública, a pesar de lo cual los Estados se han visto abocados a sostener con dinero público las entidades bancarias privadas. Entonces, los bancos, ahora... ¿son públicos o privados?

XTODO ESTOx tiene como trasfondo el desasosiego que me produce escuchar y leer tan a menudo que las administraciones deben tener mucho cuidado con cuánto y en qué gastan "porque es dinero público", pero que las empresas privadas "pueden hacer lo que quieran". Hay que discutir esto de una vez por todas. Un particular que tiene una casa en un espacio público protegido no puede alterar libremente la fachada, así está legislado. ¿Las empresas privadas pueden hacer lo que quieran, cuando quieran y como quieran? ¿Por qué? Eso será si sus decisiones no afectan al dinero público, al espacio público, a la moral pública.

¿Dónde está, en verdad, el límite entre lo público y lo privado? Hay espacios de privacidad evidentemente inviolables, que tienen que ver con la intimidad de las personas. A partir de ahí todos los límites son difusos, y así debemos ir reflejándolo en nuestro lenguaje, huyendo de la reduccionista e ideologizada dicotomía "público/privado". Si las empresas privadas, por ejemplo los bancos, no hubieran podido hacer "lo que quisieron", ahora no estaríamos "todos" sufriendo las consecuencias. Hay que empezar a hablar, pues, de un principio de "responsabilidad social" compartido por toda la comunidad. Porque, en verdad, casi todo es público.

Un restaurante que tiene una terraza en una plaza histórica altera con su imagen la de la propia plaza, que es de todos; una empresa suministradora de servicios, como el agua, puede inducir un serio problema de salud pública si no realiza los necesarios controles sanitarios; un banco puede provocar la caída entera de un país si es suficientemente grande y se ha gestionado suficientemente mal. ¿De qué viven las empresas si no es, precisamente, de su "público"?

Los conceptos y las palabras no son eternos e inmutables. La palabra "social" alcanzó su significado moderno en el "Contrato social" (1762) de Rousseau ; expresiones como "clase media" y palabras como "pueblo" nacieron o cambiaron su sentido a raíz también de la Revolución Francesa. Y es que toda transformación social necesita de una transformación del lenguaje. El momento de catarsis que vivimos nos aconseja romper la camisa de fuerza que determinadas inercias lingüísticas suponen para nosotros. Hay que reinventar el lenguaje para reinventar la política del nuevo tiempo.