Atodos nos gusta contar historias y que nos las cuenten. Es, más que un hábito, una necesidad, me atrevería a decir que una necesidad primaria. Los seres humanos nos caracterizamos por nuestra capacidad para crear relatos. Como con todas las capacidades humanas, correr, nadar, cantar, calcular, aprender idiomas, empatizar con los semejantes, o poder comer 32 huevos crudos en un minuto, hay personas más o menos dotadas para ello. Conocemos buenos narradores natos y personas que, relatándolos, destruyen los mejores argumentos. Pero todos disponemos de los instrumentos básicos para contar historias y con cierto repertorio de géneros narrativos, entre los que escogemos con absoluta naturalidad cuál nos parece el más adecuado no solo para la historia que queremos contar, sino también para los objetivos que tiene nuestra narración.

Es una lástima que en la escuela tuviéramos que aprender los nombres y los recursos de los géneros de una manera memorística, porque todas esas formas posibles de contar una historia no representan solo una terminología necesaria para aprobar el examen de literatura, sino que se corresponden con nuestras opciones para contar, para contarnos, para dar sentido a lo que nos pasa, para crearnos como personas a través del relato. También para manipular y conseguir cosas.

La elección del género no es nunca trivial. Al mismo hecho le podemos dar el aire de una tragedia, lo podemos contar de modo que nos convirtamos en épicos héroes o transformarlo en una comedia. Somos capaces de convertir una anécdota en un gran suceso o minimizar un acontecimiento relegándolo a una frase subordinada. Es una mezcla de experiencia e instinto narradores lo que nos ayuda a elegir, según a quién le estemos contando la historia, según lo que queramos conseguir con nuestro relato.

Recuerdo que, cuando hace años estaba entrevistando a españoles que emigraron a Alemania en los años 60 para documentar una novela, me impresionó vivamente lo que contó una señora que había llegado a Alemania casi niña y había entrado a servir en casa de una familia. Entre risas, nos explicó que en una ocasión la señora de la casa, que no hablaba español, le dijo: «Heute Abend hast du frei. Wir haben Besuch» («Esta noche tienes libre. Tenemos visita»). Ella, que sabía poquísimo alemán, pensó que la última palabra, Besuch (visita), significaba besugo y pensó que la señora le estaba pidiendo que fuera a comprar uno. Al llegar a esta parte, todos los que escuchábamos la historia nos echamos a reír. La narradora también estaba muerta de risa mientras nos decía: «Imaginaos, que yo fui por toda la ciudad intentando encontrar un besugo, y lloraba y lloraba porque no me atrevía a volver a casa sin el pescado». Lo contaba como algo divertidísimo pero, tras celebrar la anécdota, creo que todos nos quedamos apesadumbrados.

ENTENDÍ que la historia era en realidad tan triste, tan traumática que el único modo posible de abordarla era desde la distancia que permite el humor. Pero no se trataba solo de eso. La forma de contarla contenía un mensaje implícito: «Miradme, así de mal lo pasé al principio, pero aquí estoy y ahora puedo reírme de esto, porque lo he superado». Esa anécdota tristísima formaba parte de su discurso de éxito personal. Eligió la forma que le permitía contarnos la historia y conmovernos a la vez que despertaba nuestra admiración. Recojo esta anécdota porque en su momento me dio que pensar sobre el hecho de que historias siempre se cuentan para algo, siempre hay una intención, no solo en lo que se cuenta sino en el modo.

Ya que tenemos la capacidad de la narración y el instinto de usar el género apropiado en el contexto apropiado cuando contamos historias, también deberíamos usar esa capacidad y ese instinto cuando nos las cuenten. Y preguntarnos por qué nos están narrando algo de un modo determinado. Sería un ejercicio sano pensar, por ejemplo, ¿a qué apelan las fabulitas pseudoorientales que comparten los libros de autoayuda y los prospectos de cosmética? ¿Por qué se vuelve a comentar la actualidad desde el humor negro, el de los desalentados? ¿A qué se debe la revitalización del género épico-sentimental que durante años había quedado relegado a las crónicas deportivas? ¿Qué nos están contando en realidad? Y, sobre todo, ¿para qué?

No se trata solo del fondo, sino también de la forma. La forma del discurso no es inocente. La elección del género nunca es inocente.

* Escritora