A quienes llevamos años advirtiendo del derrumbe del sistema político español se nos puede reprochar que alertamos de un desastre que nunca llega. En realidad, todo lo que lleva a ese derrumbe está ante nuestros ojos, pero no somos capaces de verlo, del mismo modo que quien mirara fijamente el proceso por el que se marchita una flor no podría percibirlo tan nítidamente como quien solo observara su lozanía inicial y su descomposición final.

Cada año, cada mes, a veces cada semana e incluso cada día, el sistema se aja y se tensiona, se deshilacha por algunas zonas y se gangrena por otras, crecen tumores y otros tejidos se necrosan. La corrupción estructural del país no es perceptible porque forma ya parte de nosotros. A veces nos impactan sus efectos dolorosamente, en forma de noticias que hieren y asquean, otros muchos días miramos para otro lado o nos obligan a mirar para otro lado con mecanismos de distracción. Pero la putrefacción continúa, imparable.

Desde mi generación, la nacida al final del franquismo, se tiene la sensación de que la decadencia comenzó en el momento en que se prefirió un proceso de advenimiento democrático limitado, «light», medroso. Democracia, pero la justa. Diríase que hubo un periodo brillante, entre 1975 y 1978, en el que la sociedad española era un cuerpo joven, fresco y moldeable, y que las decisiones institucionales que se tomaron lo envejecieron repentinamente, secándose el barro de golpe y solidificando unas estructuras que permanecieron cuarenta años petrificadas.

La ilusión de la ciudadanía por la democracia, las montañas de dinero llegadas de Europa y la estabilidad otorgada por el bipartidismo hicieron que los primeros síntomas de descomposición se pasaran por alto, o se consideraran coyunturales: los incumplimientos de los programas políticos de los partidos en los ochenta o los graves casos de corrupción de los noventa debieron alertar de algunas de las causas que están en la raíz del deterioro. Pero todo parecía muy prometedor como para pararse a hacer una crítica seria al sistema.

El inmovilismo casi total provocado por una generación de políticos -y jueces, y periodistas, y empresarios- que permanecieron cuarenta años en el poder (algunos aún siguen), construyó un régimen político demasiado parecido al «turnismo canovista» del siglo XIX. Cuando la crisis económica de 2008 impactó en nuestra vida cotidiana -España solo reacciona ante crisis casi catastróficas-, las generaciones más jóvenes impulsaron una nueva oportunidad política semejante a la del final del franquismo, que se fraguó en el 15-M.

Como ocurrió entre 1975 y 1978, España volvió a ser moldeable, parecía que se abría otra ventana de oportunidad a un cambio radical que duró, más o menos, entre 2014 y 2019. Podemos y Ciudadanos, los dos partidos que surgieron de esta nueva transición, llegaron a sumar, en diferentes periodos, diez millones de votos. La absoluta torpeza política de Rivera, hoy ya arrostrado, y el progresivo desvelamiento de las verdaderas intenciones de Iglesias (ocupar el poder, no transformarlo), han demostrado que esa ventana solo fue un espejismo.

Ahora sabemos que nos ha tocado quizá la peor generación de políticos posible para un momento histórico, y que la sociedad española estaba demasiado carcomida por la corrupción para regenerarse.

Las redes clientelares políticas benefician ya a demasiada gente, las inercias institucionales son ya demasiado fuertes, el sistema económico neoliberal al que abrimos las puertas ha degradado demasiado la ética pública, y la confianza de la ciudadanía en la política casi no existe.

El esperpento de la semana pasada en torno a Felipe VI, en el que participaron todos los poderes del Estado, es algo que solo puede ocurrir en una sociedad valleinclanesca encanallada por los jugosos intereses que mueve la política. Puede parecer una anécdota, pero es un claro síntoma de la rampante corrupción ética y política.

Lo que ocurrirá cuando el sistema se derrumbe con estruendo -y eso, no lo duden, ocurrirá- es que quienes lo presencien se preguntarán, atónitos: «¿Qué ha pasado?» Ha pasado todo lo que he explicado más arriba, y muchas otras cosas para las que necesitaría diez artículos como este.

*Licenciado en CC de la Información