Como es sabido, el poder -la capacidad para hacer que los demás se conformen con lo que tú quieras, por irracional que sea- no se logra del todo a golpes, ni siquiera de chequera (siempre hay quien no se deja amedrentar ni comprar). El verdadero poder -decía Émile Durkheim- se logra por una suerte de «encantamiento religioso». La capacidad de seducción de ciertas creencias es tanta que apenas hace falta añadir coacción o chantaje alguno para someter con ellas a la gente. Siglos atrás se trataba de la creencia en Dios y su Reino de bienaventuranza (en el que los últimos serían los primeros); hoy en día es la creencia en que las personas pueden «hacerse a sí mismas» y lograr, si se empeñan, todo lo que se propongan.

Millones de personas soportan hoy la explotación, o justifican su situación de privilegio, convencidas de que cualquiera puede llegar tan alto como quiera en la escala social, y que la desigualdad en el acceso a la riqueza es atribuible, por ello, al mérito de cada uno. Millones de jóvenes de clases medias cada vez más depauperadas mantienen la fe en el sistema a base de repetirse el cuento de Cenicienta del deportista y el empresario que empiezan desde la nada y llegan al éxito y la fama a base de tesón y talento. Más lastimoso es oír el mismo y viejo mantra del sueño americano a quienes, en Asia, América Latina o África, hacen de somier a los soñadores del primer mundo.

Pero tanto la idea de «mérito» como la imagen del «self-made man» triunfador implican creencias infundadas. Como han mostrado filósofos y sociólogos, lo que una persona sea o logre depende, en la práctica, de factores que poco o nada tienen que ver con sus méritos, entendiendo por «mérito» aquello que depende exclusivamente de la libre voluntad y esfuerzo de cada cual.

El primero de esos factores es el contexto social. Vivimos en una sociedad (y un mundo) profundamente desigual, en el que unos disponen desde que nacen de todas las facilidades, y otros de pocas o ninguna. Los intentos de compensar esta desigualdad inicial con medidas estatales, como el acceso universal a la educación, no bastan. Decenas de estudios muestran como las élites acaparan y legan a sus hijos -educados en costosos colegios y universidades privadas- los mejores puestos en empresas e instituciones, y como las mayores tasas de fracaso escolar, paro o marginalidad, se dan siempre entre las clases bajas. Como en casi cualquier otra época, en la nuestra -y cito al premio Nobel de economía Joseph Stiglitz-: «el 90% de los que nacen pobres mueren pobres por más esfuerzo o mérito que hagan, mientras que el 90% de los que nacen ricos mueren ricos, independientemente de que hagan o no mérito para ello».

Un segundo factor para el «triunfo» es la disposición innata, en la que tampoco cabe hablar de méritos personales. Nadie escoge nacer con tal o cual capacidad o destreza, incluyendo la mayor o menor capacidad para esforzarse y afrontar dificultades -algo que también está relacionado con el entorno socio familiar y la educación temprana, esto es: con lo que también le toca a uno en suerte-…

Un último factor para determinar los logros sociales se refiere a lo que en cada sociedad se estima como valioso. Tener talento para la comedia -por ejemplo- no es muy valorado en culturas religiosas fundamentalistas, pero sí lo es en otras, más tolerantes y eclécticas, como la nuestra...

Ninguno de estos factores, insistimos, son responsabilidad del individuo. Nadie tiene la culpa ni el mérito de nacer rico o pobre, ni de estar más o menos capacitado para aquello que más se valora en su entorno cultural. Nadie triunfa, pues, por méritos propios (ni es culpable de su fracaso). El triunfo o fracaso son una condición en gran medida arbitraria, a la que, por ello, es injusto atribuir un significado moral. Esto no quiere decir que muchas de esas arbitrariedades no se puedan -y deban- ajustar a criterios políticos de mayor justicia. Pero esa transformación solo es viable si, antes, desactivamos creencias tan irracionales -y adormecedoras- como aquella que reza que en nuestra sociedad imperan la meritocracia y la igualdad de oportunidades.