Hay un monte llamado Malgré-Tout, «a pesar de todo». Os aseguro que es de este mundo, no pertenece al retablo de mis delirios, está al Norte, hacia el frío...

Nada me gustaría más que vivir allí, escribir versos bajo las viñas; dormir en la humedad de sus bodegas; rozar la ondulación de sus colinas... Todo en Champagne es un monumento a la belleza y la celebración.

Pero ¿hay algo que celebrar? Sí, puede que éste sea el momento de celebrar y brindar; puede que éste sea el instante preciso de nuestra fiesta íntima y particular por tantos acontecimientos a los que hemos sobrevivido sin perder del todo y para siempre la esperanza.

En una copa de champán se acumulaban nada menos que dos millones de burbujas, dos millones de pompas microscópicas proyectadas hacia el cristal queriendo salir para acudir a su brindis.

Pero ¿tenemos algo que celebrar en esta fiesta de la desinformación, en el guateque del escándalo o el galimatías de la economía?. Se percibe un frío anticipatorio.

Es complicado proyectar la mente en modo fiesta cuando el corazón está de luto. Debe ser la ensoñación la que me ha transportado hasta la región francesa Champagne, --aún siendo consciente del momento áspero que vivimos-- porque quiero celebrar cualquier cosa, algo, todo; quizá la oportunidad de haber visto desde mi ventana contraerse al mundo por un virus invisible y poder contarlo. Llorar y reír malgré tout.

La principal función de la escritura es llevarnos lejos, a lugares no-lugares; territorios del subconsciente; pueblos soñados que constituyen en el imaginario un chispazo cristalino de felicidad efímera como el champán. Ella nos desplaza para desabrocharnos el corsé de los miedos, embadurnarnos la melena de estrellas, medusas y violetas. La escritura nos deposita donde nada nos recuerde lo vivido y donde el consuelo sea tan sólo una brizna de existencia.

Pero ¿nos compensa viajar? Y sobre todo ¿hacia dónde dirigirnos que no asome la sombra de lo que fuimos? A Champagne, a recoger los herbarios.

Ayer hice mi maleta, metí con cuidado unas toallas color canela por si adonde voy los bañistas se han llevado la arena; unos botes de gel antivirus y mascarillas de farmacia, no de diseño, no, azules como el color del cielo, por si adonde voy los turistas lo han tirado al suelo. He metido mis cremas protectoras «pantalla total» y pulseras repelentes de citronela contra los mosquitos.

Después metí un extra de toallitas húmedas para desinfectar los pomos de las puertas, las llaves, las sillas, el mango del tenedor, las asas de las tazas, las perchas y los armarios; aparte llevo un producto con solución de agua y lejía, un paquete de artilugios de limpieza y aceites esenciales que suavicen finalmente esta enfermedad maniática y compulsiva.

Cuando quise darme cuenta, apenas quedaba espacio en la maleta para la ropa bonita, fragante y transparente de mis veranos, porque antes que ella tienen preferencia mis libros, mis manuscritos, mis diarios, mis herramientas de escribir, mis gorritos y diademas, mis espumas relajantes, mis mandalas de voz, mis pastillas de levadura y moldes para poemas, mis cajas de dátiles, mis cremas de esencia de moringa y limonene... además de un cedro teñido con ambroxan para el sueño.

Llevo conmigo todo cuanto me aporta sensación floral, mineral... lo demás puede esperar: vestidos, bañadores, petos, camisas y camisones. Todo, menos mis jazmines indios, tan narcóticos como la contemplación de los viñedos de Champagne. Celebraré que he llegado hasta allí para medir el tiempo en uvas... de rama en rama hasta la palpitante raíz. Celebraré estar lejos del pueblo innumerable que va por el desierto sin Abraham ni Capitán, ese coro insufrible de Irenes y Cayetanas que se creen inmensas, insustituibles para la libertad, se creen el «primer día de la tierra».

En Champagne aguarda la inmensidad, la efervescencia. Me lleva el viento.

Mientras tanto y malgré-tout, juguemos a fingir que la vida es una fiesta.

* Periodista