Lo que importa y de lo que se habla a pie de calle no debería estar permanentemente divorciado de lo que se trata en los despachos. Casi todos estaremos de acuerdo con esta afirmación, que debería formar parte de todas las futuras reformulaciones políticas. Sin embargo, los que ocupan los despachos estuvieron a pie de calle y fueron elegidos --en su mayoría-- por todos los demás. ¿Qué ocurre, entonces?

El análisis es complejo y multidimensional, pero sin duda uno de los vértices es la propia ciudadanía. Todos debemos mirarnos en el espejo, por incómodo que resulte, y preguntarnos si somos coherentes, comparando lo que exigimos con lo que hacemos. Pero la ciudadanía o, mejor dicho, el concepto de ciudadanía, no nace de la nada, no es innato al individuo sino producto de su socialización. El Estado es, por tanto, responsable de enmarcarlo, de definirlo, de fomentarlo, de acompañarlo, de cuidarlo: de convertirlo en elemento básico de un proyecto común como pueblo, como nación.

Algunas de las grandes democracias del mundo, "grandes" por su antigüedad y estabilidad (EEUU), por el avanzado Estado de bienestar (la mayoría de las nórdicas) o por su tradición políticamente innovadora (Francia) son ejemplo de pueblos que tienen clara una idea de nación basada, entre otras cosas, en una definición de ciudadanía. Y este, en mi opinión, ha sido uno de los grandes fracasos de la transición española: no se ha querido o sabido redefinir una ciudadanía rota por el trauma de la Guerra Civil y cuarenta años de dictadura, y varias generaciones parecen haberse sentido cómodas en esa tesitura.

Cuando surge el debate sobre la forma de Estado (Monarquía/República) siempre digo que tan importante como lo que "queremos ser" es lo que "podemos ser" o, mejor dicho, lo que "somos capaces de ser". Aunque la Historia está para aprender de ella y no es inevitable repetirla, no deja de ser inquietante comprobar que España siempre ha tenido en lo más alto una figura paternalista (un monarca o un dictador) y que las épocas en las que eso no ha sido así se han producido disfunciones sociales tan graves que han terminado en terribles conflictos. La Monarquía no puede ser aceptada sin rechistar por quienes tenemos fuertes convicciones democráticas, de igualdad y de justicia social, pero... ¿estamos preparados para prescindir de ella?

Simplificando mucho: resulta más cómodo ser "súbdito" que "ciudadano". Un "ciudadano" reflexiona críticamente sobre lo que hay a su alrededor, participa en el tejido social, toma iniciativas de mejora en su entorno, vota no tanto por inercia ideológica como por convicción democrática, cumple las leyes y exige que se cumplan, colabora para higienizar la convivencia y, en fin, interviene en la construcción de su "ciudad". Lleva tiempo y esfuerzo. Un súbdito obedece, se deja llevar por la corriente y, quizá, como mucho, se enfada de vez en cuando y sale a la calle a decirlo.

XES UNA LASTIMAx que la serie española "Crematorio", emitida por Canal + en 2010, no haya sido más difundida. Además de ser técnicamente magnífica, expresa con absoluta precisión en qué consiste la corrupción: alguien se corrompe no solo por su calidad moral, sino también porque su entorno lo permite, cuando no lo fomenta, al recibir algún beneficio directo o indirecto de esa corrupción. Ahora intenten recordar las decenas de casos que conocemos por los medios de comunicación (no solo de políticos: por ejemplo, la SGAE) y piensen: a) los que no conoceremos y, sobre todo, b) cuántas personas, cuántos españoles, deben tener información de esos casos (familiares, amigos, conocidos, implicados directos o indirectos) y, por tanto, con su silencio, han sido y son cómplices. A mí me resulta escalofriante pensarlo.

En este ámbito no hay mucho terreno para ser optimista pasivo, así que se trata más bien de ponerse manos a la obra. O esperamos a que, desde arriba, un Gobierno valiente -tener súbditos es también más cómodo para gobernar que tener ciudadanos- dé el salto cualitativo para generar una idea sólida de ciudadanía, o promovemos, desde abajo, una verdadera revolución social para autoexigirnos y exigir una conciencia cívica individual y colectiva. Mientras una de las dos cosas no ocurra, España permanecerá, en el mejor de los casos, en esta desasosegante adolescencia democrática.