Cuatrocientos años después de su muerte, no se hace sino hablar de usted, un madrileño cuya vida no tiene mucho que envidiar a su imaginación literaria. Ni su siglo XVI es tan diferente del actual, ni las aventuras menos desventuras, los amores tan desenamorados o las guerras matanceras, las cárceles se abren y se cierran, aunque los maravedíes son euros, las galeras semejan no navegar los mares, pero continúan disparándose una suerte de arcabuces y los quijotes no cesan de aumentar. Aunque le costaría de creer, hay un día al año para celebrar su aniversario, de modo que, incluso quienes nunca vayan a leerle se harán una idea de su figura de caballero y sospecharán que algo será lo que hay hecho para que, en cada antojadizo abril, vuelva usted, esté donde esté, y todo el mundo se ponga a interpretarle, recordarle o algo mejor: leerle, directamente, un ratito.

Querido don Miguel, qué angosto es aventurarse a vivir. Qué ensombrecidos anocheceres, qué amaneceres sin auroras, qué duro el pan en los molinos, que escasez de caballerosidad y qué zurradas las dulcineas, echadas las flores amargas. Se queman perros, se emigra cada cincuenta años, se pleitea siempre, se venden armas y se firman leyes y pactos para no cumplirlos. Un descarril de descarrilamientos. Creemos que no hay creer en nada, tan locos como cuerdos, dentro de nuestros zapatos polvorientos, sin saber lo que durará el combate. De reojo reconoceremos sus reconfortantes misceláneas.