Es corriente que los partidos políticos busquen puntos de desacuerdo en torno a los que reafirmarse y pregonar su (a veces escasa) mercancía ideológica. Algo para lo cual la educación es terreno siempre fértil. De ahí que la comunidad educativa tengamos este síndrome de punching ball de feria en el que unos y otros exhiben, en cuanto tocan poder, sus sacrosantas diferencias. El último golpe ha sido la propuesta de Vox de establecer un «pin parental» que faculte a los padres a eximir a sus hijos de determinados contenidos educativos que ellos (los de Vox) consideran moralmente controvertidos.

Sin embargo, pese al carácter anecdótico, y el breve recorrido legal que probablemente va a tener la medida, el asunto del «pin parental» plantea una controversia que como sociedad no tenemos del todo resuelta, y que no solo despierta debates públicos más o menos oportunistas, sino que también da alas a la instrumentalización política de la educación.

Para analizar y resolver dicha controversia, lo primero es retirar la capa de demagogia que intencionadamente la cubre. Ni el derecho natural de los padres a educar a sus hijos es absoluto (ningún padre podría educarlos en prácticas ilegales o que dañaran gravemente su salud o integridad moral), ni el derecho de los niños a la educación -que clama el ministerio- es algo que quepa acatar sin aclarar antes quién, en qué asuntos y cómo se debe implementar ese indiscutible derecho.

En cuanto al quién y al cómo -y simplificando mucho el debate-, para los más liberales la familia siempre ha tenido, directa o indirectamente (a través de instituciones afines), la prioridad absoluta en educación moral, con que el Estado tendría que limitarse, esencialmente, a la formación científico-técnica y profesional. Del lado de la socialdemocracia y afines, aunque conceda a la familia la prioridad natural en educación moral, siempre se ha defendido la necesidad de una educación cívica en valores por parte del Estado (fundamentalmente de aquellos que sostienen el orden jurídico-político).

¿Cómo resolver esta controversia? La verdad es que nuestras democracias liberales han dado, desde hace tiempo, con una fórmula enormemente sensata. A los niños hay que educarlos moralmente entre todos (ni solo la familia ni solo el Estado); y todos han de hacerlo en un mismo y único sentido: en el del logro de su mayor autonomía y libertad de criterio. Pues los niños no son propiedad ni de sus padres ni del Estado (falso dilema este). Los niños son, fundamentalmente, propiedad de sí mismos.

El logro de la autonomía moral del niño como fin fundamental de la educación supone que, sean cuales sean los valores que se le enseñan, estos no deben coartar (idealmente en ningún grado) su libertad para experimentar, pensar y escoger por sí mismo qué vida quiere llevar y quién quiere ser. ¿Qué como se hace esto? Esencialmente de tres maneras complementarias.

La primera es poblar el entorno del niño de la mayor pluralidad moral posible, mostrándole no solo los valores propio a su entorno familiar o privado, ni aquellos que nos son comunes a todos (incluido el valor mismo de lo común, sin el cual no hay sociedad que valga), sino también --«a más saber más libertad»- algunos de los que, idealmente, se han propuesto como deseables o dignos del ser humano en cualquier otra época o cultura.

Lo segundo es dotar al niño -cuanto antes mejor- de las herramientas analíticas y expresivas, y de la actitud reflexiva y crítica imprescindibles para cimentar el ejercicio serio y consciente de su libertad -algo que debe hacer la escuela a través de materias especializadas en fomentar el pensamiento crítico y autónomo-.

Y lo tercero: permitir y alentar, en un entorno seguro y afectuoso, la experiencia, gradual, de esa misma autonomía de criterio por parte del niño. A ser libre se aprende siéndolo.

Pluralidad moral, pensamiento crítico y respeto al criterio del niño. No hay elementos más importantes con los que justificar un derecho a la educación que, sobre todo lo demás, ha de servir para formar personas íntegras y capaces tanto de dirigir su vida como de ejercer de forma madura su soberanía política.

*Profesor de Filosofía.