Empieza el día con esa luz mágica que sólo tiene septiembre, huele a café recién hecho. De alguna ventana abierta llega el sonido de una radio y el olor de un cocido que alguien ha puesto a hacerse a primera hora.

Se despereza la ciudad que habito y por unos momentos todo parece normal, con esa normalidad que antes nos parecía trivial y a ratos aburrida. Hasta que te asomas a la calle. Y no tiene que ver con las caras tapadas por las máscaras o las manos llenas de gel pegajoso, sino con la sensación de estar en medio de un tipo de guerra que no controlas y de la que te han hecho víctima y combatiente. Gente que se cruza con otra gente sin apenas rozarse, como si los demás estuvieran sucios o apestados, mientras que los políticos se tiran cifras y responsabilidades a la cara sin buscar soluciones efectivas.

Y yo pienso en los besos perdidos, en todos los abrazos que nos hemos dejado sin dar y que ya no tienen dueño; porque daremos otros distintos, pero ésos ya no.

En mi círculo familiar y de amistades somos mucho de piel: de tocarnos, de abrazarnos y besarnos al llegar a casa, al despedirnos, al encontrarnos, porque sí, sin más motivo que sabernos cercanos y queridos. Con esta maldita pandemia nos cuesta la propia vida no achucharnos y eso es algo que te hace sentir a la vez frustrado y culpable, por no comportarte como siempre y por la posibilidad de contagiar a los demás. Y me preocupa que una vez pasado esto haya distancias que ya no podamos recuperar, como puertas cerradas de las que nunca vuelves a encontrar la llave.

El contacto humano es fundamental para tener una existencia plena, de eso estoy segura, a cualquier edad, en cualquier circunstancia. Querer y sentirse queridos, no concibo otra forma de pasar por la vida, y todos los expertos lo confirman. Y en estos días feos se nos está hurtando la posibilidad de ser completos. Pienso que, según ley de vida (una ley del todo anárquica, como se ha comprobado) a algunos aún nos quedan unos años para compensar lo que ya no será, pero imaginen por un momento lo que supone un año entero (con suerte) sin más contacto que el plastificado e institucional para personas de 70 u 80 años. Tus últimos días sin caricias, ni abrazos ni manos que te dan calor y sin besos. Sin besos. ¿Cómo se puede vivir sin besos?

Así que ando en una suerte de avaricia de cariños, anotando mentalmente todos los besos que no he dado, los que debo, los que me deben, para cobrármelos en cuanto sea posible y con intereses. Quiero todos mis besos. Y yo, en algunas cosas, son muy tenaz.