Cada mañana, muy temprano, mientras dormimos, ellos se echan a la calle. Da igual que haga frío, que la noche haya sido calurosa, sea lunes o domingo, o que el día sea festivo. Como en un ritual mágico, abren la puerta de su negocio, reducido durante el resto de la jornada a una pequeña ventana por la que atienden a sus clientes. Ven la vida pasar cuando llueve, si llevamos prisas por llegar al colegio o charlamos con un amigo antes de cruzar un semáforo. Admiro a los quiosqueros porque dignifican nuestro oficio de periodista, por las horas que pasan en soledad detrás de ese montón de ejemplares que ponen a la venta cada mañana y porque, como muchos otros profesionales que atienden al público, cumplen con la máxima de poner siempre buena cara y ser educados con el cliente.

Hace unos días uno de ellos me contó que prefería los veranos a los inviernos. La razón era tan sencilla como bella: es más fácil y cómodo colocar los coleccionables a pie de calle cuando no llueve y así llamar la atención de los compradores al tiempo que facilita el trabajo. Aunque algunos hayan desaparecido de los parques, los quioscos se han convertido para mí en lugares fantásticos, donde el papel brilla por todas las partes y a los niños se les dilatan las pupilas con la revista de Violetta , la nueva estrella de Disney.

Ellos, los quiosqueros, pasarán a la intrahistoria de las ciudades como héroes que mantuvieron un negocio en la era de internet, personajes inolvidables para un cuento de barrio. Seguro que todos merecen un homenaje. Cada mañana les espera la calle, esa donde ya han dejado grabado su nombre a base de trabajo.