Pocas veces el calificativo de histórico está tan bien aplicado a un acontecimiento deportivo como en el triunfo de Rafael Nadal el domingo en Wimbledon. Hacía 28 años que nadie ganaba en la misma temporada en Roland Garros y en la hierba del All England Tennis Club, y hacía 42 años que un español no ganaba el torneo masculino. Nadal igualaba las gestas de dos leyendas --Bjorn Borg y Manolo Santana--, pero, además, lo hacía en la final más larga de la historia --4 horas y 48 minutos de juego; más de 7 horas de tensión, si se cuentan las interrupciones por la lluvia-- y en uno de los partidos de mayor calidad que se recuerdan. Pero hay más. Nadal derrotó a Roger Federer, número uno del mundo y uno de los mejores tenistas de la historia, cinco veces ganador en la pradera londinense e invicto en hierba en los últimos 65 partidos que había disputado hasta el domingo.

Las dimensiones del triunfo de Nadal son, por tanto, colosales. Un éxito individual que se ha cimentado en el trabajo en busca de la superación, de la adaptación a una superficie tan distinta de la tierra batida. El jugador mallorquín ha contado con un reducido equipo de colaboradores --en especial su tío Toni Nadal-- que le han marcado el camino para construir una carrera brillantísima cuyos límites se desconocen. Pero el mérito mayor está en la capacidad de Rafael para estar permanentemente concentrado en el tenis, algo muy difícil de asumir por un chico joven, rico y mundialmente famoso.

Por lo demás, la caballerosidad de los dos finalistas tras el épico encuentro merece todos los elogios por ser un ejemplo hermoso de los que es el fair play en un deporte marcado por el dinero.