Escritor

Los que siguen como si nada hubiera pasado son los gitanos. Y mira que Toñi y Encarna, las Azúcar Moreno, sin quererlo han hecho avanzar a esta raza varios siglos, con sus dos cuerpos que son monumentos nacionales, extremeños por más señas. Pero después de ellas están las tribus que levantan campamento en el hospital Infanta Cristina cuando llega el abuelo Rafaé en las últimas, que ya no meaba ni una gota, y entra a vida o muerte en el quirófano y pasa lo que pasa. Y pasa que, pese a todo, el gitano no cree en la muerte. No cree siquiera que exista. Los ves en el Infanta que ni siquiera los niños van a la escuela esos días, que el abuelo Rafaé ya no meaba, y se van todos a esperar verlo salir por su propio pie, como Antoñito, el Camborio. Y claro que sale, y el que sale es un médico que, con dos cojones, les tiene que contar que no fue posible y que el abuelo ya no va a mear nunca más en el mico, que se oía el chorro en toda la cueva, como cuando yo viví en la calle Echegaray, en Madrid, por los años cincuenta, y se oía mear en la madrugada a la madre del bailaor Mario Maya.

Pues la escena es para describirla. Al principio oyen al médico con cierto respeto. Inmediatamente, la abuela, o sea, la coima de Rafaé, da el primer alarido mesándose los cabellos, y después vienen todos los demás. Hay una que se hace sangre en la cara. Es la hija mayor. Pero lo peor es cuando se oye la voz del hijo que hereda el respeto:

--¡Lo ha matao Celestino...!

Celestino es el cirujano. Y aquí ya es la de Dios es Cristo, dicho con todos los respetos. Hay quien se da con la cabeza en las paredes. Se oyen las frases más literarias y menos esperadas. En ese momento el gitano crea y le sale la raza por todos los poros del cuerpo. No está bien trasladado el gitano a la literatura española, pese a los esfuerzos de José Carlos de Luna. Y es que la muerte no existe para esta raza genial, y cuando llega, hasta se les muda la cara a las Azúcar Moreno, que para cuándo la Medalla de Extremadura.