Desde hace pocos años, algunos sociólogos han empezado a hablar de una nueva clase social: el precariado que, frente al clásico proletariado, explotado pero con estabilidad y conciencia organizativa, se caracterizaría por su inestabilidad y aislamiento. Una clase surgida del desfase entre las expectativas creadas entre los jóvenes y las posibilidades reales de una economía en crisis. Javier López Alós (Alicante, 1976), doctor en Filosofía y actualmente en paro, analiza en Crítica de la razón precaria. La vida intelectual ante la obligación de lo extraordinario (Libros de la Catarata, 2019) cómo esta situación de vulnerabilidad económica afecta a las formas de vivir y pensar de muchos jóvenes con capacidades despreciadas por un sistema para el cual sobran.

En la primera parte, «Precariedad y afectos» se desglosa el componente generacional que ha creado un abismo de resentimiento e incomprensión entre quienes bandearon, mal que bien, la crisis, y a quienes esta privó, quizás para siempre, del «suelo de normalidad» sobrentendido para sus padres y sin el cual cualquier proyecto de vida se convierte en una odisea. Asimismo, se trata de cómo los individuos expelidos por las instituciones no son capaces de pensar sino en los términos reconocidos por ellas y se anima a crear espacios «virtuosos» de «ejemplaridad» alternativa respecto a la lógica «perversa» de un sistema basado en la competencia entre compañeros, competición en la que, por sus imperativos imposibles, «todos pierden». Un sistema en el cual además, como han desarrollado Byung-Chul Han o Remedios Zafra, las personas incurren en una autoexplotación que complementa la que ya sufren o ejecutan.

Por otra parte, la realidad económica e institucional mantiene a los ya no tan jóvenes en una larguísima minoría de edad, a la vez que los fuerza a un nomadismo entre destinos temporales disfrazado de hospitalidad (profesores invitados, artistas residentes). Cuando lo que debería limitarse a la etapa preparatoria se convierte en permanente, el precario se siente a la deriva y le cuesta encontrar un sentido a lo que hace, pero se resiste a abandonar, en espera del milagro. Y sigue girando como burro en la noria de las redes sociales, con su «lógica perversa que promueve el cinismo o el autoengaño y castiga la modestia y la discreción» y de la actualización, de estar al día de todo lo nuevo, sin tiempo para digerirlo, haciendo «gestos histriónicos de autoafirmación».

A primera vista, al centrarse en el ámbito laboral de «tipo cultural, artístico o académico», podría parecer que este libro muestra un cierto elitismo, pues tan precario es el profesor asociado como el camarero por horas o el repartidor de paquetería. Y sin embargo, la situación de las humanidades es crucial, pues su «razón de ser es ajena al principio de utilidad establecido por los mercados». Las universidades hace tiempo que dejaron de ser espacios de reflexión crítica para convertirse en máquinas expendedoras de títulos, con su personal esclavizado al formato de los papers (lo explica muy bien Marina Garcés en Filosofía inacabada) y solo cabe confiar en que algún día, los desheredados de la cultura puedan crear nuevos espacios de libertad y pluralidad que, por existir más allá de lo rentable, muestren que el saber, como la salud o el trabajo, debería ser un derecho, y no un privilegio.