Mi amigo Julián Sorín lleva una vida paralela. No me refiero a que haya sido reclutado por un servicio de inteligencia ni a que sostenga amoríos clandestinos: es habitante de secondlife.com, el sitio virtual que tiene casi ocho millones de pobladores. Second Life permite asumir un avatar , el otro yo que te representa en un espacio del tamaño de Boston y donde compras cosas en la moneda local, los linden dollars , con cualquier tarjeta de crédito internacional. En ese terreno de pioneros es posible cambiar de sexo, raza, religión, oficio y hasta equipo de fútbol. Además, puedes asumir una personalidad adicional como mascota o criatura fantástica. El territorio de las transfiguraciones permite ser un bombero asiático y un dragón posmoderno.

"No creas que se trata de un sitio para hacer contactos", me alertó Julián. Second Life no es un medio para aliviar la realidad, sino una realidad alterna. A diferencia de lo que pasa con otros juegos virtuales, no propone competir, sino convivir, lo cual genera algunos conflictos. No faltan los intrusos con pésimo carácter y suficientes conocimientos de software para arruinar lo que hacen los demás. La tierra de la gran promesa digital incluye locos y secuestradores. Sin embargo, en esos casos se puede abandonar el juego y reportar al hostigador.

Algunas compañías, como IBM o la agencia Reuters, han abierto negocios ahí, y ciertos habitantes prosperan con profesiones tan curiosas como el tatuaje virtual (Julián pagó por una calavera en el omóplato de su avatar) o la lectura del cibertarot (una adivina de la segunda vida previno a mi amigo acerca de un encuentro que describió como "demoledor").

XLA MAYORIAx de usuarios son muy jóvenes o muy viejos, gente con tiempo para una vida adicional. Sin saberlo, una adolescente australiana puede relacionarse con un anciano paraguayo al que tal vez habría despreciado en la limitada vida real.

Julián pasa cuatro horas diarias ante la computadora. Su vida paralela es adictiva y poco a poco se convierte en la principal. Tal vez el sitio se llama Second Life como medida tranquilizadora, una forma de sugerir que ese plano de las vivencias sigue siendo secundario y no supone una abducción hacia otro mundo.

Hace dos meses, Julián renunció a su trabajo de dibujante en un despacho de arquitectos y abrió una galería para pintores virtuales en Second Life. En dos horas vendió 26 iguanas que cambian de piel conforme avanza el día y que el propietario puede apreciar como un reloj orgánico.

Visité el sitio y el paisaje me deslumbró, pero en ese momento sonó el teléfono y regresé a la cotidianidad y sus urgencias. En rigor, mi segunda vida es lo que me cuenta Julián. Su destino paralelo proviene del despecho. Una dramática decepción amorosa lo llevó a desconfiar de todo contacto humano y a aislarse con una disciplina que hubiera dado mucho de lo que hablar en un pueblo pequeño y que nadie notó en Ciudad de México.

Cuando supo de la existencia de Second Life, escogió una personalidad insólita: alguien capaz de convivir con la desgracia, con una cicatriz bien trazada en la mejilla, aficionado a los rincones oscuros de la ciudad y al rock nihilista; su mascota sería el canario negro de los mineros y los detectives crepusculares. Pretendía superar los traumas negando la posibilidad de esperanzarse: vivir como si no existiera la felicidad, con funcional recelo por el prójimo. Así encarnó en Second Life: un galerista que exhibe la belleza con cara de apocalipsis.

Julián asumió con tal congruencia su actitud sufrida y asocial que despertó curiosas simpatías. Es posible que la gente sea más comprensiva en un lúdico ambiente artificial. El caso es que su historia fue una fuga psicológica perfecta, típica de un tiempo donde lo decisivo es intangible.

Pero aún falta una sorpresa. Una chica entró en su galería y no vio ninguno de los cuadros: se concentró en la cicatriz que Julián usa en ese mundo. El flechazo fue instantáneo: aquella mujer amó todos los defectos del personaje creado por mi amigo y él solo encontró virtudes en la visitante. El romance prosperó hasta que Julián violó el código fundamental del juego: buscó a la persona detrás del personaje. La respuesta fue escalofriante: "Vivo al lado". Tras estas palabras, Julián oyó un golpe en la pared.

No podía tratarse de una coincidencia. En efecto, no lo era: la chica entró a Second Life para localizar y seducir a su vecino. Lo había visto mil veces en el edificio sin que él reparara en ella; lo estudió con tal devoción que le dijo todo lo que él deseaba oír.

Del otro lado del muro vivía la mujer que había creado esa inquietante estratagema. ¿Tenía caso conocerla? Second Life no es una agencia de contactos. Además, la lectora del cibertarot se había referido a un encuentro "demoledor". ¿Valía la pena volver a la primera realidad, tirar la pared y unir sus pisos de manera superconcreta?

"¿Qué hiciste?", pregunté azorado. Julián Sorín me vio de modo ambiguo, como si admitiera una derrota agradable: "Nadie escapa a su propia piel", dijo. Supe que había conocido a su vecina. Luego agregó, en forma inolvidable: "Quise ser desdichado, pero se me atravesó la realidad".

*Escritor