XCxuando hace ya varios meses estalló una inusitada polémica sobre la intención de un director de cine que pretendía rodar una película inspirada en los dramáticos sucesos de Puerto Hurraco, ocurridos en 1990, mi pensamiento se dirigió hacia las víctimas y los familiares que sufrieron un acontecimiento que marcaría indefectiblemente sus vidas, pero pronto se impuso la necesidad de reflexionar sobre los argumentos utilizados en contra o a favor del proyecto cinematográfico.

Como suele suceder en estos casos, el problema de fondo que quedaba planteado era el de la reutilización del pasado en el presente. Curiosamente, y ahora que se habla tanto de la memoria histórica, los mismos que propugnan la recuperación de la memoria histórica, se oponían a que este lamentable suceso pudiera ser recreado, dando a entender implícitamente que el pasado sólo puede gestionarse desde el presente de manera selectiva, o en todo caso reivindicativa, pero no para dialogar y confrontarnos serenamente con él.

Los cauces del debate comenzaron a desbordarse cuando eximios representantes políticos se erigieron en paladines de una causa, en la que se mezclaban sentimientos y esencialismos, aderezados con unas actitudes que revelaban la persistencia de unos inquietantes tics del pasado. Así, y posiblemente, sin la necesaria reflexión previa por la relevancia que alcanzarían sus manifestaciones, se encomendaron a censurar una película que no se había rodado, y a lanzar descalificaciones contra unas personas que anunciaban su intención de inspirarse en unos hechos reales para realizar una película de ficción. No se daban cuenta de que, con esas trazas, no hacían otra cosa que refrescar nuestra memoria con imágenes de aquellos aciagos tiempos en los que se aplicaba la censura previa y las sanciones gubernativas a la libertad de expresión y de pensamiento, y en los que se juzgaba y condenaba tanto o más que por los hechos, por las meras intenciones o insinuaciones.

La justificación de tan inapropiadas manifestaciones residía básicamente en ese victimismo que acompaña siempre a los planteamientos esencialistas. Porque el otro error considerable que cabe atribuirles es el de considerar que en todo este asunto existía una víctima propiciatoria que no podía ser otra que Extremadura, que volvía de nuevo a aparecer ante los ojos de los demás con ese perfil negro y sombrío, tremendista y profundo, que con mucha más injusticia que razón estuvo muy presente en la literatura sobre la región. Cegados por una preocupante miopía intelectual, no parecían darse cuenta de que aunque esos dramáticos sucesos ocurrieron en nuestra región, podrían haber sucedido en cualquier otro sitio y que en ningún modo cabe interpretarlos en clave identitaria. Y es que la asociación entre lo acontecido en Puerto Hurraco y la imagen que proyecta o se tiene actualmente de Extremadura, tan sólo puede producirse en la mente de los que utilizan interesadamente el tópico de la Extremadura profunda y de alpargata, a modo de coartada para que, en contraste con los innegables avances conseguidos, nadie se atreva a cuestionar los modos y las maneras con que se afronta el presente y el futuro de la región. Nada mejor que apropiarse del pasado para gestionar el presente y ordenar el futuro.

Pero, transcurrido el tiempo, rodada la película, y ahora que comienza a proyectarse en los cines, lo que me ha resultado más curioso es que del anatema se haya pasado al silencio ´administrativo´. Con el débil argumento de no contribuir a la publicidad de la película, los que debieron callar antes, y en todo caso, pero no necesariamente, hablar ahora, hacen mutis por el foro. De todas formas, rectificar es de sabios, y si el silencio de ahora es fruto de una meditada reflexión, y del respeto intelectual, habremos cubierto un trecho para consolidar la normalidad democrática en un región como la nuestra; y eso, les aseguro, no es poca cosa.

En cuanto a la película en sí, ha declarado el director que su pretensión fue reflexionar sobre la violencia, y no realizar un docudrama morboso con sus correspondientes coordenadas espacio-temporales. En todo caso, finalizado el proceso creativo, son los espectadores los que podrán juzgarla y hablar sobre ella. Y también en uso de su libertad, los que optarán por ir o no a verla. Hagan lo que hagan, seguro que serán conscientes de que una cosa es reflexionar sobre la violencia, otra recrearla, y otra muy distinta recrearse en ella. Y de que transitamos por una época en la que, por desgracia, para reflexionar sobre la violencia ya no resulta imprescindible pasar por taquilla. Basta con ver los telediarios.

*Profesor de Historia

Contemporánea de la Uex