Diversos informes internacionales muestran un leve pero claro incremento de la corrupción en España. Sin embargo, esta evidencia no ha generado una respuesta adecuada por parte de quienes tienen la responsabilidad de acotar este fenómeno ni tampoco entre los ciudadanos. Lo que los medios de comunicación publican es solo, lamentablemente, la punta del iceberg, el momento en el que son descubiertos hechos punibles. A decir verdad, hay sucesos que son noticia cotidiana mientras otros solo tienen un reflejo esporádico. Otros, aun cuando son vox pópuli, ni eso.

Igual que sucede (en este caso con mayor intensidad) con otro país latino, Italia, parece ser que la ciudadanía no castiga con fuerza ese tipo de sucesos. En una polarización tan marcada donde el hecho de derrotar al enemigo vale tanto o más que la adhesión al candidato teóricamente más afín, el escándalo de la corrupción no suele conllevar un castigo político en las urnas.

Ello supone una doble consecuencia. En primer lugar, la admisión de un margen de normalidad o aceptación para ciertos niveles de corrupción como si fuese admisible o tolerable siempre que no resulte en exceso abundante. La segunda consecuencia, que deriva de la anterior, es la falta de reacción de una dirigencia que actúa con pasividad ante la evidencia de que los escándalos por corrupción no parecen pasarles factura. Sin embargo, algunos se plantean que si hubiera una reacción rápida de cortar cabezas de raíz dentro del propio partido, este resultaría premiado.

X¿SEGUIRIA SIENDOx tan reticente la clase política si las encuestas revelasen una penalización por la falta de respuestas prontas y efectivas? No solo los sondeos sobre voto, sino también las propias elecciones suelen tratar con benevolencia estos hechos reprobables. No pocos municipios, diputaciones o comunidades autónomas son claro ejemplo. Sin embargo, es tan peligroso como obsceno pretender que unos buenos resultados electorales sean considerados como un indulto popular por aquellos que están bajo sospecha.

El voto en España aún está muy polarizado. Pese a que hay centenares de miles de electores que son capaces de votar al PSOE o al PP, según las circunstancias, la gran mayoría son de voto fijo, hagan lo que hagan y sean quienes sean sus líderes.

Es a ellos precisamente a quienes la existencia de informaciones sobre corrupción de sus miembros electos no les afectará sobremanera a la hora de seguir votándoles. A lo sumo, optarán por la abstención, especialmente --y así lo demuestran los hechos recientes en el Reino Unido y otros países-- si son afines a partidos de izquierda. Las informaciones y elecciones recientes revelan que ciertos votantes hacen caso omiso a ello. Acaso con el maniqueo argumento de que son de los nuestros .

Otro argumento de especial utilización interesada en estos casos es el de la presunción de inocencia . Este es un presupuesto básico en términos de garantía jurídica con carácter penal y se mantiene en tanto no existe sentencia condenatoria. Pero este argumento no puede mantenerse al mismo nivel en el ámbito político. Hay situaciones en las que aún no existe procesalmente esa condena, pero en las que deben tomarse decisiones políticas. Por decoro, por estética, por respeto a las instituciones, por dignidad. Las situaciones previas son variadas: imputado, procesado, inculpado... Incluso otras en las que, sin haberse llegado a ello, la difusión de noticias es tan clamorosa y rotunda que no debe esperarse a la actuación de los tribunales para que los dirigentes políticos reaccionen de inmediato.

Ciertamente, el juego de los medios de comunicación debe estar presidido por la responsabilidad. Todos conocemos casos en los que determinadas cacerías políticas han tenido su ariete más firme en el empecinamiento de un medio concreto, que ha insistido con gran contundencia en cobrarse esa pieza política, social e incluso judicial. Incluso el partido opositor ha ido frecuentemente siguiendo la estela de las investigaciones y divulgaciones periodísticas.

Echar la vista atrás en nuestro país y compararlo con las realidades de otros lugares (especialmente con la vieja democracia inglesa) pone en evidencia que nuestros políticos apenas usan el verbo dimitir. Hacen piña y buscan echar la culpa a otros: jueces, periódicos, etcétera. Todo con el objectivo de evitar asumir realidades. Se acude con frecuencia al repliegue tribal y la defensa a toda costa, especialmente si ocupa un cargo orgánico relevante o si hay motivos especiales de agradecimiento. No pocas veces se traslada la idea de que dimitir equivale a aceptar los hechos, cuando en realidad se puede hacer una mejor defensa jurídica desde la distancia y se evitan daños al partido de pertenencia.

A veces la ciudadanía interpreta la prudencia en las resoluciones de los dirigentes como una falta de valentía y una incapacidad para tomar decisiones. Y si eso es en un plano interno, la extensión de esas mismas actitudes para resolver los asuntos generales puede ser un argumento letal.

Durante mi dedicación a la política he conocido en todos los partidos compañeros comprometidos con unas ideas y que rechazan que otros embadurnen tanto las siglas como la nobleza de la actividad. Sin embargo, luego son incapaces de hacer oír su voz tanto interna como públicamente, cuando se producen hechos rechazables. La estrategia del grupo se vuelve a convertir en dogma. ¡Qué pena!