Reflexionando. Entre pitones anda el voto. ¿Cuál de los dos trae más muerte? Hoy es el día de antes. Y leo (como usted me lee). Y reflexiono para mis adentros. ¿Quién puede más? ¿La piedra o el agua? Trato de adivinar el futuro en el serpentín de miel que rubrica mi tostada. Un café en la mañana recién estrenada. El café se reflexiona a sorbos.

Reflexiono sobre dos faenas magníficas que, en estos días de mayo y cruces, han doblado las agujas de los sismógrafos taurinos. La de Pablo Aguado a ‘Cafetero’ de Jandilla en la Maestranza y la de Andrés Roca Rey a ‘Maderero’ de Parladé en Las Ventas del Espíritu Santo. Reflexiono sobre ambas faenas, pero muy en particular sobre las emociones que han desatado. Don Gregorio Corrochano escribió, el 22 de junio de 1917, refiriéndose a la faena de Juan Belmonte en la corrida del Montepío… «Me pareció más bien que puso el punto final a la brillante historia de la tauromaquia. Después de esto, nada. No hay más allá.» Lo escribió Don Gregorio desde el altozano de su indubitada autoridad en cuestiones taurómacas. Y, pasado un siglo, la tinta no se le ha borrado al verso. Las grandes faenas, cuando se presencian en la plaza, entre apretones, provocan ciertas catatonias de perfiles similares a las causadas por las apariciones marianas. Probablemente como la que envolvió al simpar Corrochano en la tarde del Montepío. Bien pudiéramos nombrar al fenómeno, paralelamente al síndrome de Stendhal, como síndrome de Corrochano.

No. No se acabó la tauromaquia aquella tarde de 1917. Ni se acabará este mes de mayo de 2019. Nada está escrito en las estrellas. Cuando se retiró ‘El Guerra’, en 1899, también temblaron los astrólogos de la tauromaquia. Su mujer le cortó la coleta en su casa cordobesa de la calle Góngora. Estaban presentes en ese trance extremo, además de la madre y los hijos del torero, la gente de su cuadrilla y algunos amigos. ‘El Guerra’, al oír el corte, quedó mudo unos minutos. Y en eso, entre lágrimas, Rafael Moreno, ‘Beao’, su picador, llamó al hijo del matador, le entregó las tijeras y le dijo: «Anda, ‘chavea’, córtame a mí también la trenza, que no quiero picar para nadie después de haber sido picador del mejor de los toreros.»

Pero el cetro está siempre en disputa. Luego vino Ricardo Torres ‘Bombita’ y vino Machaquito. Vino la edad de oro, con Juan Belmonte y Joselito ‘El Gallo’. Vino el verano sangriento en que se enfrentaron Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordoñez. Entre todos ellos, o mejor dicho, entre todos sus partidarios no hay nunca transa. Se es de uno o de otro. «¡Todavía si fueran para Joselito!», bramó el párroco de Santa Ana cuando le pidieron las andas de la Virgen para que Belmonte cruzara Triana bajo palio.

Ahora tengo a mis amigos divididos a cara de perro. ¡O Roca o Aguado! Fervores desatados. Irreconciliables. Me atrevo a celebrar un nuevo adviento en el ruedo ibérico. ¡Este va a ser, si el toro no lo descompone, un tiempo nuevo! ¡El tiempo de Andrés Roca Rey y de Pablo Aguado! Dos emociones poéticas. La lírica y la épica del toreo. Dos toreros capaces de arrebatarnos el corazón. Dos toreros capaces también de colgar el ansiado cartel de «No hay billetes». ¡Como siempre que este reino tuvo reyes! La naturalidad delicada y sublime del sevillano frente al torrente desbordado y heroico del limeño. Jesús Reynolds es ferviente partidario de Pablo Aguado. Eduardo Molina lo es de Roca Rey. Dos aficionados cabales. Dos toreros singulares. El futuro es suyo. Luego están (o estarán) los versos sueltos, como suelto fue el verso que recitaba en cada plaza Rafael ‘El Gallo’ cuando le arrollaron Juan y José. Divino, pero suelto. Andrés o Pablo. ¿A cuál de los dos votaré mañana?