El endurecimiento del Código de Derecho Canónico en cuanto atañe a la persecución de la pederastia atiende muchas de las reclamaciones expresadas por la sociedad, recelosa con razón ante la tibieza mostrada por la Iglesia desde que se tuvo noticia de los primeros casos de abusos sexuales a menores perpetrados por clérigos. Puede decirse que la norma de la Iglesia reduce al mínimo la discrecionalidad de los titulares de cada diócesis, además de prolongar a 20 años el periodo de no prescripción del delito y de ponerse del lado de las víctimas al sentar el doble principio de confidencialidad y rapidez de los procesos.

Pero cabe un reproche: resulta discutible que no se haya aprovechado la reforma para hacer una referencia explícita a la obligatoriedad de poner todos los casos en conocimiento de la autoridad civil. Aunque el Vaticano da por descontado su compromiso de cumplir las leyes civiles, es inevitable que asome la desconfianza cuando la gravedad de lo descubierto hasta la fecha y la primera reacción de la jerarquía católica han causado alarma. Es cierto que el Vaticano ha dejado de darse por satisfecho con la consideración como pecado de las fechorías de los pederastas, y su expiación mediante la correspondiente penitencia, pero la lógica consideración de la pederastia como delito debía haber llevado a la Congregación para la Doctrina de la Fe a mencionar la sujeción de las autoridades religiosas a la acción de las civiles. Mientras no lo haga, siempre cabrá la posibilidad de que alguien eluda la justicia al amparo de un religioso.