Algunos políticos deberían aprender que una cosa es proponer y aprobar leyes y decretos, y otra llevarlos a la práctica. Para cualquier político es fácil sentarse en un despacho y escribir un borrador sobre lo que ha de hacer una sociedad en determinados momentos y circunstancias, y promulgarlo para que todos lo cumplan a rajatabla. Luego vendrá su viabilidad, y la conformidad o el desacuerdo por parte del grupo de ciudadanos afectados, dentro del cual quizá no se encuentre el político de turno.

El ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón , va a reformar la Ley del Aborto y suprimirá el supuesto de malformación del feto para que una mujer pierda el derecho a abortar en tal caso. El ministro no ha pensado en las mujeres que carecen de recursos para atender a un nacido con graves deficiencias -y menos con los recortes a las ayudas que establece la Ley de Dependencia-. Me pregunto en qué situación quedará la madre de un niño deficiente profundo con unos ingresos mínimos. ¿Triplicará el Gobierno sus prestaciones? ¿Creará centros de atención y apoyo para estas madres y sus hijos? ¿Se le proporcionará al nacido una vida sin penurias, ni desatención, ni traumas?

El ministro ha reflexionado su reforma desde una postura únicamente moral, empujado por su convicción de que todo ser tiene derecho a nacer para vivir. Pero debería preguntarse si todo ser tiene la obligación de nacer para vivir sufriendo. Ni el ministro ni yo estamos capacitados para saber qué feto con malformaciones desea nacer o no. Nadie está en posesión de tal clarividencia. Por eso debemos dejar que decida la madre, que es la que luego realmente sufrirá viendo padecer a su hijo por haber venido al mundo en un país que no le da la asistencia que necesita.

Antes de aprobar su reforma, al menos el ministro debería garantizar un programa de ayuda y atención especial a disminuidos profundos hijos de madres en situación económica precaria. Pero claro, él está en una situación económica desahogada, es hombre y nunca será madre.