La división con la que el Partido Demócrata ha acogido la reforma sanitaria promovida por el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, es la peor de las noticias que podía recibir la Casa Blanca. De hecho, uno de los cinco proyectos elaborados por el Senado norteamericano y parte de uno de los tres que maneja la Cámara de Representantes para garantizar cobertura sanitaria a todos los ciudadanos estadounidenses han salido de la pluma de los legisladores demócratas más conservadores, contrarios a que el Estado asuma un gasto extra o a que, mediante una fórmula más o menos encubierta, aumente la presión fiscal para financiar la reforma.

La decisión del Senado de aplazar hasta septiembre la votación que debe poner en marcha el nuevo modelo sanitario es todo un correctivo para Obama. El presidente quería zanjar el asunto antes del 7 de agosto, cuando empiezan las vacaciones parlamentarias, pero ahora deberá afrontar el desgaste político de tener momentáneamente congelada una de las promesas electorales a la que dedicó más horas.

Los republicanos, que se oponen a cualquier reforma sanitaria que perjudique a las grandes aseguradoras, los laboratorios farmacéuticos y los hospitales privados, se frotan las manos y pronostican que el proyecto será el Waterloo del presidente. Y, de paso, confían en que el envite les sirva para recuperar el tono.

Los precedentes no pueden ser menos intranquilizadores para el presidente. Bill Clinton hubo de renunciar a su reforma sanitaria después de que el Congreso descabalgara el proyecto elaborado bajo la dirección de su esposa Hillary.

Entonces como ahora, el lobi sanitario, verdadera "máquina de hacer dinero", en palabras de uno de los asesores de Obama, se movilizó para que defendieran su causa el Partido Republicano en pleno y una parte significativa del Demócrata. Una conjunción de esfuerzos que contó con el apoyo de las clases medias de la llamada América profunda, adversarias tradicionales de la injerencia del Estado en lo que considera asuntos privados.

Lo cierto es que 45 millones de norteamericanos no tienen ningún tipo de seguro médico y la sanidad pública, entendida como el último recurso de los pobres, es muy costosa y está mal gestionada. Justamente el precio de una mala gestión endémica es la razón última esgrimida por quienes se oponen a la reforma, pero, sin encararla, es imposible mejorarla para que sea eficaz.