Ya no llegan cartas a los buzones. No hablo de las de los bancos o las de Hacienda, siempre formales y puntuales en las fechas indicadas. Tampoco me refiero a la que El Corte inglés hace llegar a sus fieles clientes con motivo del cumpleaños o las que envían las compañías de teléfono con sugerentes ofertas.

Me refiero a cartas de verdad, de las de siempre. Cartas que se iniciaban con un Estimada familia, o un Hola, amiga.

Un sobre convencional o escogido expresamente, con una letra que podía ponerte a bailar las mariposas del cuerpo sólo con verla, sin apenas necesidad de abrirla.

Unas paginas que contenían noticias, tristes o alegres, de personas conocidas o importantes, de las que la distancia nos separaba pero que no por ello caían en el olvido.

Primeros amores de un verano inolvidable que se prolongaba gracias a los retazos que iban llegando a días sueltos. Como volver a sentir el sol y la arena sobre la piel, casi negando el rigor de un otoño cada vez más invierno.

Amistades hechas de confidencias, de recuerdos compartidos, que te enviaban una pulsera de hilo, dos entradas de una película ya vista, planes para futuros encuentros...

Ya no llegan cartas a los buzones y las palabras son mensajes rápidos, a cualquier hora, en cualquier lugar, como si estar permanentemente conectados pudiera hacernos creer que cantidad es mejor que calidad.

Y así vamos, a toda prisa, dejándonos atrás la dedicación que necesitan algunas relaciones, el mimo que hay que poner en cada palabra enviada, el valor del tiempo que entregamos a los demás.

Porque ése es el verdadero regalo: el tiempo que entregas a otros y que les hace sentir importantes, presentes y merecedores de recibirlo. Porque no puedes comprar tiempo y eso le da más valor que todo el oro del mundo.

¿Me regalas una carta?