El sábado, el presidente de Afganistán, Hamid Karzai, mostraba en el Parlamento una foto de una niña de 8 años que había perdido a 12 familiares en un ataque de la OTAN y pedía a las fuerzas internacionales que intentaran disminuir el número de víctimas civiles. Habían pasado apenas 24 horas cuando 27 civiles que viajaban en un convoy perdieron la vida durante una ofensiva aérea al ser confundidos con insurgentes. Cuando, el pasado año, el general Stanley McChrystal se hizo cargo del mando de la ISAF, la misión militar de la OTAN en Afganistán, anunció un cambio de estrategia. Estableció como prioridad la protección de la población y el refuerzo de la contrainsurgencia. Para ello estableció normas mucho más estrictas sobre los ataques aéreos, que hasta entonces habían causado numerosas víctimas civiles. El general sabía y sabe que esa guerra solo puede ganarse con el apoyo de la población civil y que para lograr dicho apoyo hace falta que los afganos puedan sentirse seguros. De lo contrario, los talibanes ganarán la partida. El ataque del domingo, como el de Kunduz del pasado septiembre, en el que más de 140 afganos perdieron la vida, es el mejor regalo que puede hacerse a los talibanes. La evidencia de que las fuerzas internacionales no son capaces de proteger ni dar seguridad a los civiles genera desconfianza y rechazo.