Agosto nunca tendrá treinta y dos días y hoy el recuerdo de un tiempo pasado que sí fue mejor, revive los veranos inmensos que nuestros padres nos procuraban a fuerza de diversificar su abnegado esfuerzo desde fines de junio a principios de octubre y cocerse él en Barcelona trabajando mientras ella, sola o con mi abuela, dirigía la intendencia y cuidaba los detalles educativos y sanitarios de importancia: protegernos del sol sin factor de protección pero con sombrero y sombrilla, comernos todas las sardinas sin hacer bola, no pasar nadando de la boya, llevarnos una chaqueta al cine por el relente, lavarnos los pies antes de acostarnos- Nos íbamos a la playa que guarda nuestras raíces a fin de curso y volvíamos para la Merced tras tres meses infinitos de libertad feliz y la nostalgia de aquel tiempo cielo y oro se me emboca siempre a finales de agosto como congoja tibia en el estómago mientras hago las maletas, reparto despedidas saladas, lavo el coche, consulto a Tráfico, lleno mis ojos de mar, mis pulmones de salitre y mi piel de yodo. Septiembre viene pajizo, laborioso y caluroso a nuestro encuentro en su cita anual cargada de pereza gris, ay pena, penita, pena, saludos dulces y proyectos e ilusiones nuevas, pues es pesado pero suave el poso de lo perdido. En la bolsa de especias que compré en el mercadillo me llevo el olor y el sabor del verano, presta ya a reencontrarme con el olor de la jara y el sabor de una tierra luminosa de ocres y verde encina. Mientras mi sobrina María que es un crack y cuya única obligación es ser libre y feliz corretea por la playa chillando: "¡Esto está lleno de cotyilorhifas tuberculatas!" --así llaman ahora los enanos a la que siempre fue la medusa Aurelia-- "¡Esa es otra, tía!"--, los adultos asumimos la "coyuntural" subida de impuestos y los que tenemos la fortuna de tenerlo, la vuelta al trabajo. Me preparo a cambiar el Malecón por Cánovas, el chiringuito por el Gran Café y el ocio por la labor. Y les agradezco su indulgente paciencia en este agridulce desahogo postvacacional.