Hay muchos días en los que albergo la sospecha de que determinados políticos catalanes, disfrazados de nacionalistas, deben ser en realidad, españolistas furibundos formando parte de una especie de quinta columna que se dedica a promover toda clase de disparates para provocar a los tibios y tranquilos castellanos. Una especie de topos infiltrados que buscan, a toda costa, dinamitar el tradicional seny y mostrar una imagen de Cataluña que no se corresponde con la realidad. O, simplemente, puede ser que la dosis de nacionalismo tomada ha sido tan alta que, cruzado el umbral de la sobredosis, los vuelve algo tontos.

El problema no es nimio. Comienzo a notar en los sosegados entornos castellano y aragoneses en los que me suelo mover reacciones impensadas, no ya hace años, sino unos pocos meses antes. Por ejemplo, me llamó la atención la confidencia que me hizo un amigo aragonés, que es propietario de un apartamento en la provincia de Tarragona, sobre la conveniencia de venderlo cuando se normalice el mercado, y marcharse hacia Castellón.

Otro día, envuelto en una reunión donde un ejecutivo debía decidir la sede de un seminario de la empresa, descartó Barcelona, porque algunos delegados habían mostrado renuencias. Naturalmente esto no es una estadística científica, pero a mí me preocupa. Tengo familia en Cataluña. Y muchos amigos. Y, como escritor, el Día de Sant Jordi me parece uno de los días más hermosos, y tengo recuerdos emocionantes y placenteros de cualquier año en el que he participado en esa especie de orgía de firmas y libros. Esos estirados que dicen representar a todos los catalanes y ofenden a la inteligencia con sus narcisismos y vanidades diferenciadoras no son los catalanes con los que hablo, almuerzo, viajo y trato. Y le están haciendo a la tierra que dicen amar un flaco favor, suscitando suspicacias que hace poco no existían, y que reclaman unas sabias y sensatas relaciones públicas, antes de que el deterioro avance.