Me entristece, profundamente, contemplar cómo, a menudo, se pisotea la memoria y dignidad de las víctimas del terrorismo etarra. Sé que, ahora, todo el mundo anda discutiendo sobre otros temas. Y que, como la banda asesina dijo que se estaba desarmando, hay gente que ha perdido interés en el tema, y ha echado en el olvido todo lo que pasó.

Quienes se suscriben a esa especie de alzehimer voluntario son perfectamente libres de hacerlo. Pero que les quede claro que, con su actitud indolente, están otorgándole la mayor victoria que jamás podrían haber imaginado a los terroristas, a sus miserables cómplices, y a esa claque enferma que los ovacionaba y les alababa cada tiro en la nuca, cada bomba lapa y cada secuestro.

Porque, de ese olvido de aquellos que deberían cultivar el recuerdo, de esa desazón por la difusión de la historia sangrienta que nos tocó sufrir como nación, de ese querer mirar hacia otro lado, es de lo que se nutre el relato perverso que los malos están imponiendo.

A tal grado ha llegado la ignominia, que, en la bochornosa celebración en que se ha convertido La Diada catalana, había gentuza (algunos otrora «civilizados demócratas») tocándole las palmas a ese adlátere de terroristas que siempre fue «El gordo» Otegui. Porque sí, allí estaba el tipejo, tan pancho, sosteniendo un bouquet de flores, con la inscripción ehbildu, y paseando por las calles de la capital de una región de España en la que sus colegas asesinaron a 54 personas, e hirieron a 224 más.

Y los ‘indepes’ dándose empujones para hacerse un selfie’ con semejante jumento… O sea, que fíjense hasta donde ha llegado el olvido, y la aceptación del perverso relato de los bildu-etarras, por parte de esos febriles nacionalistas catalanes que, en otro tiempo, se preciaban de ser hasta aldabas de gobiernos nacionales de muy diferente color.

Queda claro, por tanto, que el virus totalitario anida con especial facilidad en el caletre del sujeto nacionalista. Quizá, simplemente, porque el nacionalismo es totalitario en esencia. Pero queda fehacientemente constatado, también, que, si se abandonan la educación, en general, y la enseñanza de la lengua y la Historia, en particular, como se ha hecho en Cataluña, los pueblos pueden acabar chapoteando en una ficción histórica prefabricada, mientras deambulan cogiditos del brazo de unos criminales que, únicamente, han cambiado de estrategia cuando la fuerza de la democracia y del Estado de Derecho han conseguido asfixiarles.