Filólogo

Ciertas confesiones religiosas --evangelistas, metodistas, ortodoxos, apostólicos, mormones, adventistas--, tan verdaderas o tan equívocas como la católica, buscan seguidores puerta a puerta.

Casi todas tienen un tronco común, la Biblia: leída o interpretada; un similar mensaje de salvación: por la fe o por las obras y parecidos premios y castigos; la diferencia con la católica es sobre todo económica: magníficos colegios para captar, ab inicio, la mente del niño; sacerdotes que cobran del presupuesto nacional; profesores pagados por el estado, universidades para el tejido social y millones de seguidores.

Tal armazón justifica la santa ira ante la discrepancia sobre la decisión de imponer la religión, olvidando que cualquier agnóstico es tan religioso o más que cierto tipo de religiosidad más próxima al folclore que a la teología; que muchos de los trasnochados anticlericales hicieron más por la dignidad de la iglesia que los cientos de abarraganados; que en educación, la respuesta por la respuesta, sin opción a la duda, genera intolerancia; que posiblemente se pueda entender el arte religioso si se conocen ciertas nociones de religiones comparadas y se leen viejos textos que hablan de la concepción milagrosa de los profetas, de que andan sobre las aguas y alimentan a quinientos hombres con una torta o de que dicen también, su sermón de la montaña; sí se sabe, por lo demás, que el agua cambiada en vino remite a Dionisio y si humildemente, no se suministra mitología con pretensiones de literalidad.

La imposición de la religión es más una coacción que una liberación, por eso aprecio a los predicadores que puerta a puerta llevan el balbuceo de un credo, el sentimiento que no tiene explicación, la sospecha de cuanto no cae bajo nuestros sentidos como señales de una trascendencia necesaria, sin imponer, sin amenazar, sin condenar a nadie por no seguirles.