Escritor

La única religiosidad que admito y me gusta es la religiosidad que nace de ninguna religión. Es decir, la que lleva uno dentro de sí mismo hora detrás de una puesta de sol, o la que te produce una novela excepcional, o la de un poema ignorado. La otra, la detesto. La que nace del cristianismo también, porque el cristianismo produce religiones, algunas muy agresivas, como es la católica cuando se siente cercada, y España es una fábrica de este tipo de religiosidad mal entendida que llega a fusilar al grito de viva Cristo Rey, como en los asesinatos de ETA o de la calle Atocha, o al revés, cuando con la pistola en la barriga te obligan a gritarlo. La religiosidad hasta puede ser una desviación moral. No siempre el ser religioso está en el buen camino. El hombre religioso, para empezar, no puede estar en un partido y ser concejal de Limpieza o Hacienda. ¿Por qué? Porque la limpieza no puede ser entendida por la agresividad de la lejía ni de un producto, sino que la limpieza es un factor del alma que la produce. O sea, que cuando el cura nos preguntaba por la limpieza de nuestra alma, era que nos quería, sobre todo, enviar a Carrefour a comprar lejía, y no es eso. Por supuesto, un concejal de Hacienda no puede, de ninguna manera, buscar la paz en la religión. Recaudar es un término muy cristiano, pero totalmente irreligioso. La paz, por otra parte, es un término oscuro, porque la paz puede ser conseguida tras un acto sexual, incluso por el violador. El violador, tras violar, se fuma un cigarro en el descampado feliz de su hazaña.

Corren malos tiempos para la religiosidad. El director de TVE declaraba días atrás que el Papa le daba paz y religiosidad. A mí el Papa, y sobre todo éste, me produce inquietud, y esa forma de ir desmayándose por los actos religiosos, lejos de conmoverme, me inquieta todavía más.

Cuando Bush concita a Dios, me meto en un refugio.