El resultado de la candidata socialista Ségolène Royal (46,94% de los votos) en las presidenciales francesas del pasado domingo es una derrota, pero no una catástrofe. Aunque los resultados son algo inferiores a los conseguidos por Lionel Jospin en 1995 (47,4%), en valores absolutos (16,8 millones de votos) supera los sufragios recogidos por François Mitterrand en su reelección triunfal de 1988, si bien este dato debe ser matizado por el crecimiento del censo electoral.

Lo peor del resultado no está en el nivel de los apoyos o en la diferencia obtenida por el ganador respecto a Royal. Lo peor de la jornada electoral es que significa la tercera derrota consecutiva de la izquierda, cuando se habían depositado razonables esperanzas en lograr la victoria, y que obedece en gran parte a que el campo progresista no ha sabido adaptar ni su mensaje ni sus métodos al mundo actual, en el que la globalización impone una modernización y una renovación que el Partido Socialista no ha afrontado.

Desde la humillante eliminación de Jospin en el 2002, los socialistas han perdido cinco años con luchas intestinas y síntesis entre corrientes ideológicas dispares que no conducen a parte alguna. Es el momento de la aplazada renovación, y así lo puso de manifiesto la candidata con sus gestos en la noche electoral: siempre sorprendente, Royal no esperó ni tres minutos para dirigirse a los militantes de su partido en un discurso en el que, con una firmeza y seguridad impropias de una perdedora, se ofreció para seguir encabezando la renovación de la vida política y de la izquierda. La prisa en hacer públicas sus intenciones tenía una explicación en clave interna: quería adelantarse a los dirigentes del Partido Socialista para dejarles bien patente que no se iba a conformar con su condición de excandidata --único galón que puede exhibir ahora en el partido--, sino que quiere dirigir la oposición. Como un hecho consumado, ha convocado, además, por su cuenta, una gran reunión de la fraternidad para dentro de dos semanas. Royal tiene derecho a intentar tomar el liderazgo del partido, y argumentos no le faltan. No es el menor el aval de sus casi 17 millones de votos, pero es una incógnita si la dejarán los elefantes que manejan la maquinaria orgánica del PS.

Uno de ellos, Dominique Strauss-Kahn, se ha declarado disponible para la renovación en la dirección socialdemócrata, pero otros dirigentes hablan ya de alianzas con la izquierda del PS. Con un partido comunista que no llega al 2% y tres candidatos trotskistas grupusculares y siempre desperdigados, no hay victoria posible. Al PS solo le queda una alternativa si quiere algún día presidir Francia: asumir de una vez su vocación de partido reformista, renovar su programa --sin abandonar los valores de la izquierda--, como han hecho la mayoría de los socialistas europeos, y preparar una alianza con el amplio espacio de centro que, sin duda, dejará libre la derecha sin complejos que acaba de llegar al poder.