Escritor

Yo no maldigo mi suerte porque alopécico nací, la maldigo por castigarme con un coeficiente intelectual de tres dígitos que maldita la falta que me hace ni el provecho que he sacado de ello. Con la mitad me habría bastado para levantar un imperio o una constructora rentable o para ser director de un banco de postín. Ahora mismo lo cambiaba por una voz como la de Bisbal o una pierna como la de Raúl. Pero no, mi suerte se regodeó en darme estos ojos que son como dos lentes de aumento para las asperezas del mundo. Luego dirán que la Naturaleza es sabia. Ya de pequeño, cuando mi padre me llevaba a la feria de la Piedad, entre la algarabía de las casetas y la voz de Camilo Sexto atacando a traición por los altavoces de los cacharritos, nunca conseguí que por delante de mis ojos pasara la diversión glotona de los otros niños, sino la lancinante tristeza del rostro del vendedor de globos, y acababa enamorándome sin remisión de la niña rubia y triste del tenderete de los turrones y los barquillos de canela.

El éxito está en tener éxito y no en tener condiciones para el éxito, decía Pessoa o uno de sus fantasmas. Y, que yo recuerde, mi estéril capacidad intelectual sólo me fue beneficiosa en una ocasión. En las clases de religión de don Antonio . Don Antonio era un sacerdote con la vocación ramificándole en la boca. Como una adelfa, necesitaba conquistar el entorno y volverlo monocromático y denso, hasta asfixiarlo. Eso que llaman evangelización. El hablaba y hablaba. Yo replicaba y replicaba.

--Dios hizo el mundo en seis jornadas-- decía el cura.

--Así le salió como le salió-- contestaba yo.

--Estamos hechos a su imagen y semejanza-- aseveraba sin ningún pudor de sus tres barrigas.

--Nada más hay que mirar a Franco para comprenderlo-- decía yo.

Hasta que conseguí que me expulsara. Entonces fue cuando la clase de religión se convirtió en material fructífero. Porque de aquella soledad de desterrado saqué tiempo para enfrentarme a la Historia de los heterodoxos españoles , de Pelayo, a las Confesiones , de San Agustín, a la Consolación de la filosofía , de Boecio. Y mi sed de saber me llevó al gran místico. A Juan Ramón Jiménez. "El poeta es un místico sin dios necesario", me dejó escrito en uno de sus libros, para que fuese rumiando. Y de su mano llegué a Nietzsche, que me susurró al oído una de sus más depuradas máximas: si sale de la boca de un cura, es que es mentira.

No sé si tendría razón o no aquel señor bigotudo, pero entiendo que el hombre es un animal desvalido que, cuanto más conocimiento añade, más dolor soporta. Entiendo al hombre como animal desconsolado, siempre en busca de sosiego, porque la vida se le presenta como un sin sentido mayúsculo, con un colofón macabro e insalvable.

Sin embargo, me parece más consecuente el hombre ateo que el religioso, porque es más humano confiarse a la vida y a sus dudas que a las delicias de un supramundo que sólo sirve para anestesiar los sentidos.

Pero, sobre todo, se le hace más amable a mi corazón un escéptico que un ateo, porque la altanería del ateísmo me suena a religión camuflada: cualquier certeza respecto a lo desconocido es el primer peldaño para levantar una religión. Y yo detesto las religiones. Sólo me son simpáticas en lo que las une al mundo de la literatura. Ahí es donde creo que tendría cabida la asignatura de religión, en una esquina de la literatura. Después de todo, la religión es la consagración de la literatura fantástica.

Quién nos iba a decir que los poetas podrían llegar a ser tan terriblemente peligrosos. Por algo Platón no los quería en su república.