A pesar de que el libre mercado ha terminado con el espasmo de las últimas fronteras, y que el capital puede alzar su vuelo sin tener que pagar ningún tipo de peaje; en la adquisición de la tercera parte de Repsol por la empresa rusa Lukoil, concurren una serie de contraindicaciones y de oscuras circunstancias que hacen que algo se rebele en el subconsciente colectivo de la ciudadanía.

En primer lugar porque el petróleo pertenece a un sector energético que conserva una singularidad estratégica, con la que el Estado tiene un deber de supervisión, de control de precios y de garantía de abastecimiento, al ser un elemento fundamental e insustituible en el funcionamiento de la economía productiva, lo que unido a que Rusia en su momento instrumentalizó la energía con fines políticos cuando cortó el suministro a Ucrania, nos hace sospechar que en caso de producirse una eventual crisis política o un acaparamiento especulativo, podríamos vernos en medio de un juego de intereses cruzados sin las mínimas garantías de suministro.

Rusia tiene una deuda democrática contraída con la credibilidad, se trata de un régimen donde la línea entre lo público y lo privado es muy sutil, donde el Gobierno tiene una gran capacidad de manipulación y de influencia sobre las empresas, donde los grupos privados pueden convertirse en instrumentos de presión política porque aún mantienen una relación de dependencia con el sistema, donde la reciprocidad no está garantizada ya que nunca se consentiría que una empresa española pudiera marcar las directrices de la energía rusa. No se trata de resucitar los antiguos recelos de la guerra fría, ni de acudir a un viejo proteccionismo interesado, sino de evitar una relación unidireccional en la que una economía abierta compite en desigualdad de condiciones respecto a otra que no lo es, y que aprovecha que la Unión Europea adolece de una política energética común para colarse de rondón por su puerta trasera y campar en ella a sus anchas.

De convertirse Lukoil en el accionista mayoritario de Repsol, tendremos un motivo más para la incertidumbre, no sólo en España sino también en una Europa que cada vez está más sometida a la dependencia energética del monopolio ruso. Pretextarán que para que la operación cuaje, los compradores deberán aceptar previamente unas condiciones que garanticen la españolidad en el control de la compañía, la imposibilidad de poder tomar decisiones, el restringir la capacidad de votación al 10%, a pesar de poseer el 30% del capital, y el no poder realizar una OPA por la totalidad de la empresa, pero se trata de garantías que van a contracorriente del libre mercado, por lo que no perdurarán en el tiempo, y pronto el olvido y otras circunstancias terminarán haciendo desaparecer.

XA PARTEx de los riesgos a los que esta operación nos somete, lo más decepcionante es la constatación de que en las actuales circunstancias tal vez sea la única salida que nos quede, porque la banca no está en situación de sostener a la constructora Sacyr, que es la propietaria del 20% de las acciones de Repsol, de las que necesita desprenderse para amortizar sus deudas crediticias. Mientras que los rusos, investidos de una inusual filantropía, valoran estas acciones al doble de su actual cotización de mercado. Algo que obliga a hacer de tripas corazón, a adoptar el pragmatismo de lo inevitable, a arrinconar el orgullo patrio, a olvidarnos del futuro incierto al que quedan sometidos los consumidores, todo ello en aras a que la situación económica no se deteriore más de lo que ya está.

No se trata de ponerle puertas al campo, ni de envolver nuestros argumentos en una retórica de nacionalismo rancio, pretendiendo mantener nuestras compañías bajo el paraguas protector del Estado sino que, aprovechando los resquicios de la legalidad, elaborar un estrategia que salvaguarde de forma racional cada sector, promoviendo si es preciso fusiones como las realizadas entre las entidades financieras. Se comenzó poniendo a Endesa en manos italianas, ahora le toca el turno a la petrolera Repsol, mañana puede ser Telefónica o Iberdrola, a la que ya le sopla tras la oreja el mal viento de la francesa EDF. Los poderes públicos no pueden mantenerse al margen de los avatares del mundo empresarial, no hasta el extremo de dejar que las empresas españolas fluctúen en un estado de permanente indefensión, con la posibilidades abiertas a que cualquiera, valiéndose de la debilidad coyuntural a la que estamos sometidos, pueda adquirir a precio de saldo los buques-insignia de nuestro tejido empresarial. Porque a pesar de que cada cual puede pescar donde quiera, la realidad demuestra que son las economías florecientes las que hacen su agosto a costa de las emergentes, y un país que se precie ha de saber administrar los tiempos y marcar debidamente su territorio.

A Repsol le conviene un socio de referencia internacional, ya que España carece de reservas de crudo, otra cosa es que nuestra petrolera tenga que plegarse ante una situación que nos retrata débiles e insolventes, cada vez más expuestos a la dependencia exterior, y a sabiendas de que lo que ahora vayamos perdiendo, perdido quedará para siempre.