Como no quiero hablar más del estado de hartura reinante, que no estado de excepción ni cuestión de estado, ni estado de la cuestión, por seguir un poco el baile de eufemismos con que nos llevan mareando hace semanas, hoy voy a quejarme de la tiranía de verdad, del fascismo absoluto, de la opresión ante la que yo y otros tantos quisiéramos rebelarnos.

No soporto este cambio de hora, ya lo he dicho. No le encuentro ningún sentido al hecho de que la noche se me caiga encima apenas salga de casa. Nunca he comprendido qué beneficios para las empresas laten en este cambio que convierte las tardes en un páramo de actividades extraescolares y carreras.

Siempre se habla de que las empresas ahorran en electricidad y que es mucho mejor llegar de día al trabajo. Pero enciendes la luz antes en tu casa y en las calles, y las farolas sacan de paseo una lengua hepática, amarilla de puro enferma.

Nunca me ha gustado noviembre. Primero, por ese frío azul que congelaba las manos sobre las carteras, y los pies bajo los pupitres. Por el olor a leña quemada y la niebla permanente que comenzaba a bajar a mediodía.

Por esa exaltación del olor a flor arrancada que reina en las tiendas y los cementerios. Ahora que ya no hace frío, sino un calor mortecino, molesto, como un abejorro desorientado, tampoco me gusta noviembre. Y mucho menos la niebla, y menos aún, ahora que tengo motivos, ese día de visita obligada a nuestros muertos.

Es verdad que a cambio explotan las granadas y nos manchan las manos y la boca de una sangre comestible. Y huele a castañas, y se hornean los huesos de santo que tanto le gustaban a mi madre, y los buñuelos, aunque ahora permanezcan solo en la memoria. Y las artesas de huesillos y perrunillas, y rebañar la manteca de la cuchara.

Pero sobre eso, predomina el cambio de hora, ese manto de noche negra, que cubre los parques y paseos, y se instala como un témpano en el corazón. Queda el recurso de encerrarse en casa y aguardar el día, o recorrerse deslumbrada los pasillos de los centros comerciales, en los que la Navidad casi se traga a las calabazas y los vampiros. Cae la noche fuera, a las seis de la tarde, y las farolas lamen reclamos navideños, pastorcitos que conviven con Drácula, y niños Jesús, pobres, rodeados de máscaras. Yo quiero independizarme de este cambio horario y de esta locura de adelantar celebraciones. Dejen que en mi balcón anochezca cuando toque. O destitúyanme. O convoquen elecciones. No seré desagradable con las fuerzas del orden que me manden. Invitaré a café y dulce de membrillo y veremos atardecer desde mi terraza. Pero no tan temprano. Se lo suplico.