«Soy el primero que se hace autocrítica porque seguramente cuando debíamos haber dicho, no dijimos (...) estoy hablando de mediados de los años noventa (...) estábamos casi todos callados (...): los periodistas, los presidentes del Gobierno, los ministros, todo el mundo. Callados». Lo dice Fernando Jáuregui, periodista relevante desde los setenta que en 1993 llegó a ser subdirector de informativos en Telecinco. Las declaraciones se emitieron el pasado 1 de agosto en «Informe Semanal».

El testimonio evidencia algo que ningún argumentario va a poder ocultar: el problema de Juan Carlos de Borbón no es personal, sino una gravísima falla institucional originaria de nuestra democracia. No lo analizaré hoy, porque ya he escrito sobre ello y lo seguiré haciendo. Solo nombraré el concepto subyacente: corrupción ética y política de carácter sistémico.

En este tiempo grave para la democracia española lo urgente es evaluar, lo más serenamente posible, el impacto que supone la salida de España de quien fue ideólogo y muñidor del régimen del 78 y Jefe de Estado durante 38 años, 6 meses y 28 días.

Como ocurre tantas veces, lo más relevante es lo emocional. Nos guste más o menos, Juan Carlos de Borbón es lo que suele denominarse un «Padre de la Patria». Un constructor de la continuidad histórica de la nación española como proyecto de convivencia. Simbolizó para nuestros abuelos la salida del largo túnel del franquismo, para nuestros padres la posibilidad de elevar con cierta calma el difícil edificio de la democracia y, para nosotros, la neutralidad activa entre dos Españas que todavía no han dejado de tirarse los trastos a la cabeza.

Soy nieto de un republicano al que los franquistas volaron la cabeza en una cárcel manchega, e hijo de dos personas que han votado socialismo desde la primera vez que pudieron y lo harán hasta la última. Soy republicano y de izquierdas. Sin embargo, me causa tristeza esta marcha de España de Juan Carlos de Borbón.

Es una grave irresponsabilidad afirmar que esto es un problema personal y no institucional. Primero, porque no es verdad. Segundo, porque garantiza para el futuro los mismos errores del pasado. Tercero, porque alimenta lo peor de España: el cainismo hacia el chivo expiatorio, aunque tenga 82 años y se encuentre técnicamente desterrado, sin hacer autocrítica colectiva sobre la raíz del problema.

Mi tristeza no está causada solo por esta herida irreparable en el legado emocional de nuestros padres y abuelos sin que vaya a solucionar nada sustancial, sino también porque se está evidenciando la desarticulación social del bloque republicano español. Solo un 20% de los diputados nacionales plantean una agenda republicana, aunque sea a largo plazo. Y esto, con el Gobierno supuestamente más izquierdista y republicano desde 1936, supone otro fraude político de dimensiones emocionales y sociales gigantescas, y de consecuencias políticas imprevisibles.

Tampoco se nos debe olvidar que esta crisis no la desencadena un repentino ataque de autocrítica sincera como el que propone Jáuregui, ni la virtuosa acción política de nadie. Procede de la agenda perversa de un subproducto de la democracia española llamado José Manuel Villarejo, que ingresó en la policía franquista (1972) y recibió, entre otras condecoraciones, la Cruz al Mérito Policial con Distintivo Blanco (1979, UCD), la Cruz al Mérito Policial con Distintivo Rojo (2009, PSOE) o la Encomienda a la Dedicación al Servicio Policial (2012, PP).

En estas condiciones es muy difícil que un republicano español honesto, demócrata, bien informado, con altura de miras y sentido común, se sienta feliz con esta salida de España de Juan Carlos de Borbón. H