Están apareciendo gatos, perros y pájaros muertos en el barrio de Nuevo Cáceres. Es cierto que este dato en medio de la catarata de defunciones diarias a causa de la pandemia pueda resultar anecdótico para algunos. Todo esto sucede en medio del silencio de todos. Bueno, de casi todos. En esta bendita ciudad hay vecinos que cuidan los gatos callejeros, que los conocen por su nombre, que les proporcionan comida y antibióticos y visitan sus colonias. Y puede que hagan esto ante la sonrisa burlesca de sus congéneres humanos.

Ha muerto Pelusa. La gata número 21 de esta retahíla de animales presuntamente envenenados en aras todavía de no sé qué justificación. Toda vida, humana o animal, es respetable, válida y conservable. Pero no sé lo que sucede con los gatos, ajenos a nuestras prisas y miserias. Siempre incomprendidos, a pesar de los valores de fidelidad, lealtad y amistad que destilan. Resulta que solo son importantes para los que -sacando tiempo y dinero de donde no lo hay- van a cuidarlos, a veces con ese pellizco en el corazón de saber que se los van a encontrar sin vida por culpa de algún desalmado. Y es sangrante que cuando un perro se extravía parece que toda la ciudad se moviliza para encontrarlo y muy distinta situación ocurre con el gato, a pesar de que ostentan los mismos derechos. A los gatos de Cáceres los están matando en medio de nuestro silencio cómplice. Me consta que las asociaciones felinas han demandado una investigación. Hasta que no fallezca envenenado un perro con pedigrí no se activarán las alarmas. Somos así. La avalancha tiene que cubrir nuestros pies para darnos cuenta del peligro. En algunas religiones los gatos son sagrados y para muchos escritores son psicopómbicos. Nos ponen en contacto con otras realidades. Es una pena tanta insensibilidad y falta de humanidad. Refrán: No le busques tres pies al gato, sabiendo que tiene cuatro.