Los brazos bien abiertos, las piernas componiendo una larga zancada, una expresión dramática acomodada en el rostro. Esta pudiera ser una de las imágenes de la semana. En ella se ve a Gideon Hodge en pleno rescate novelesco en un barrio de Nueva Orleans. Puede que al lector el nombre no le diga nada, pero seguramente sabrá quién es si le doy tres palabras clave: escritor, incendio, novelas. Sí, Hodge es el escritor que corrió a la desesperada para salvar su ordenador del incendio de su vivienda. En él guardaba, ay, la única copia de dos novelas sin publicar. No sabemos si Hodge hubiera corrido hacia las llamas -desafiando los consejos de los bomberos- para salvar a su novia, que fue quien le dio el aviso, pero una novela bien vale una misa, y la propia vida, si fuera necesario. Si damos por cierta la advertencia del gran poeta norteamericano Walt Whitman (quien toca un libro, toca a un hombre), Hodge arriesgó la vida para salvar su alma.

Las insensibles redes sociales se han mofado de Hodge. ¿Para qué chamuscarse el flequillo si hoy día se pueden guardar copias de los manuscritos literarios en la nube? Basta enviar un archivo mediante un programa de correo para que quede protegido y por tanto disponible en cualquier momento. Sí, de acuerdo. Pero qué aburrido sería contemplar el fuego desde la prudente distancia, sereno, los brazos cruzados, sabiendo que tus novelas están a salvo en un disco duro online. Qué triste no poder realizar una proeza pública para poner a resguardo lo que más amas. Qué desazón, en definitiva, no poder demostrar al mundo que tu obra literaria podrá ser una birria, pero le eres fiel hasta la muerte (o casi).

Gideon Hodge, bien mirado, corrió para salvar sus novelas del incendio y salvar de paso a ese escritor pragmático y adocenado que muchos llevamos dentro. Ese escritor más proclive a vivir en una nube que a perecer en el fuego de las pasiones.