Intente descubrir hasta dónde está dispuesto a llegar para que este mundo que habitamos pueda avanzar hacia el futuro sin resentirse de enfermedades neumológicas o de las propias que se diagnostican cuando existe falta de higiene. Pregúntese si estaría dispuesto a prescindir de su teléfono móvil, de su coche, de su aire acondicionado, de su calefacción, de la mitad de sus 4.500 w de potencia eléctrica en su vivienda. Supongo que sus respuestas, al igual que las mías, son negativas. De ser afirmativas, una de cuatro: o es usted una de las pocas personas verdaderamente concienciada con el medio ambiente; o es un huraño recalcitrante; o un anacrónico anacoreta; o es un hipócrita empedernido.

Todos sabemos que hemos alcanzado una aceptable calidad de vida que se sostiene en eso que conocemos como Estado del bienestar, exclusivo de países desarrollados. Cada vez son más las máquinas y artilugios que nos facilitan la existencia o nos ofrecen comodidad. Por regla general, antes o después, todos aceptamos entrar en el juego de la evolución tecnológica. El automóvil, los electrodomésticos, el ordenador o el móvil, son elementos que poseemos y de los que nadie, hoy, prescindiría. Para fabricarlos en cantidades suficientes para cubrir nuestra demanda y ponerlos en funcionamiento se necesitan ingentes cantidades de energía, que actualmente generan diversas fuentes, entre ellas las centrales nucleares, gigantescos animales de hormigón que ingieren plutonio y defecan residuos radiactivos de los que nadie quiere oír hablar.

Hágase estas preguntas: ¿aceptaría tener en el tejado de su vivienda una antena de telefonía móvil? ¿Aceptaría tener un cementerio de residuos nucleares en la localidad donde vive? Si ha contestado negativamente quizá deba plantearse rechazar su móvil, su coche, vivir sin calefacción y sin aire acondicionado, y por supuesto, no hacer alardes ecológicos. Si ha contestado afirmativamente, intente convencernos de que debemos ser coherentes entre lo que pensamos y lo que hacemos para tener lo que deseamos.