Ignoro de dónde ha salido la idea de que tenemos que respetar, «por principio», las ideas, creencias, sentimientos o costumbres de los demás, sean las que sean (así como castigar al -rapero, cómico, tuitero...- que no lo hace). Tal vez sea por la confusión -frecuente hoy- entre «respeto» y «tolerancia», dos conceptos vecinos, pero con significados muy distintos. Veamos.

«Respeto» es un concepto fundamentalmente moral. Así, se dice que una creencia, idea, costumbre, persona, institución, etc., es merecedora de respeto o consideración en la medida en que nos parece esencial -o, al menos, potencialmente- buena (si supusiéramos que es esencialmente mala, tendríamos que destruirla, no que respetarla). «Tolerancia» en cambio -y a manera de término medio entre respeto y destrucción- es un concepto estrictamente político: refiere la obligación (legal) de permitir la existencia de creencias, opiniones, costumbres, instituciones, etc., aun cuando no las consideremos moralmente respetables, y siempre que no conculquen leyes (esto es: principios morales mínimos) de rango superior. El principio de tolerancia fue un elemento constituyente de las primeras naciones modernas, y se fundó en la evidencia -tras años de guerras civiles- de que sin un cierto grado de permisividad ideológica y moral la convivencia (en sociedades que habían dejado de ser religiosa y políticamente monolíticas) resultaba imposible.

Ahora bien, aunque «respeto» y «tolerancia» refieren conceptos muy distintos, el grado de confusión con el que se usan hoy es clamoroso. La mayor de estas confusiones consiste en dar al principio político de tolerancia el mismo peso moral que al ideal de respeto. Algo que ocurre cuando se nos exige «respeto» (esto es: aprobación intelectual o moral) ante ideas, creencias, etc., a las que lo único que debemos es «tolerancia» (esto es: permisividad), por lo que tenemos todo el derecho (y hasta la obligación) de tratarlas irrespetuosamente (es decir: a criticarlas y denostarlas -incluyendo la burla, que es una forma de crítica-) en tanto nos parezcan erróneas o moralmente repulsivas. El veto, por demás, frecuente en nuestros días, a la libertad de expresión, se funda en esta misma incapacidad para entender que «tolerar» determinadas creencias (machistas, antirreligiosas, ultranacionalistas, antisistema, etc.), no significa necesariamente «respetarlas», sino solo reprimir el impulso prepolítico o dogmático de destruirlas por la fuerza-.

Diríamos, en fin, que solo se «respeta» lo que (nos) parece bueno, y solo se «tolera» lo que (nos) parece malo pero (de momento) no hay más remedio que permitir. El límite o criterio de dicha tolerancia sería la ley (es decir: el respeto de ciertos valores mínimos), y el límite y criterio del respeto sería la verdad (es decir: el grado de certeza que reconocemos a nuestras convicciones morales). Ahora bien, como suele ocurrir siempre que reina un presunto relativismo moral, es la ley la que acaba, hoy, por hacer de instancia moral suprema, convirtiendo una sociedad plural y abierta en una comunidad dogmática en la que lo moral y lo legal son indistinguibles y en la que cualquier idiota -o turba análoga- se cree legitimado para denunciarte por no mostrar el «obligado» respeto por sus creencias, o por expresar tu afinidad moral con lo que te dé la gana.

Una buena terapia filosófica frente a todo esto podría ser la de reconsiderar si el respeto no es algo que (a diferencia de la tolerancia, que se instituye) se ha de ganar a pulso, y si todas las creencias, ideas u opiniones lo merecen en el mismo grado -tal como las personas, que serán iguales en dignidad ante la ley, pero no, obviamente, en cuanto a su calidad moral o intelectual-. Ahora bien, si no todas las creencias, ideas, costumbres -ni las personas mismas- merecen el mismo grado de respeto (algunas ninguno: solo tolerancia), todas ellas serán, por lo mismo, merecedoras de una justa dosis (mayor o menor) de burla y escarnio. Comprender esto quizá sea la única forma de empezar a ser todo lo dignos que -como idiotas- creemos ser ya, sin saber muy bien de qué ni por qué.

*Profesor de Filosofía.