Aunque es cosa de lamentar que los españoles carezcan, en lo colectivo, de otros motivos para estar contentos, el júbilo general por la victoria de su equipo de fútbol en, como si dijéramos, la más alta ocasión que vieron los siglos, no podría ser calificada de pueril, insustancial o tontaina, por mucho que algo de todo eso contenga el subidón que aún se percibe en la expresión beatífica de la gente. Ser español es una cosa no sólo difícil, sino a menudo desalentadora, y la circunstancia de que por serlo, sólo por serlo, se reciba de pronto una pequeña dosis del placebo de la felicidad, puede considerarse tan asombroso como que Xabi Alonso, Iniesta, Capdevilla o Pedrito no acabaran el domingo en la UCI de una clínica de Johanesburgo.

Es cierto que los trabajadores siguen tan parados o tan explotados como antes de la gesta deportiva, que el trato de la Administración al ciudadano sigue siendo tan infame como los servicios que le presta, que los ladrones pasados por las urnas vivaquean tan alegremente como anteayer (salvo los pocos a los que la Fiscalía ha echado el guante), y que el atraso educativo, científico y cultural no ha experimentado ninguna merma tras el golazo del chico de Fuentealbilla, pero no lo es menos que en un rincón del alma de la mayoría de las personas que padecen todo eso suena una música dulcísima, nada que ver con la de las inhóspitas charangas de las fiestas patronales. El beso robado de Casillas a su novia, porque le dio gana y porque, como él dice, es "una persona normal" y las personas normales expresan su alegría normal robando cosas tan normales como un beso a la novia, es lo que acredita definitivamente, al cabo, que toda ésta quimérica felicidad es, a su modo, verdadera.

Las cosas duran lo que dura su memoria, y ojalá tarden en apagarse las ascuas de esta alegría en el recuerdo. Su resplandor será valioso, porque no encontraremos muchos más alivios en la realidad.