Por cuarta vez en cuatro años, los españoles deberán acudir a elegir sus representantes en el Congreso y el Senado. Un ciclo iniciado cuando, tras las elecciones generales de diciembre del 2015, no fue posible formar una mayoría de gobierno. Y que se ha ido prolongando al encadenarse bloqueos y vetos cruzados, el relevo de un Ejecutivo relevado por el lastre de la corrupción, mayorías insuficientes, presupuestos torpedeados y, desde el pasado mes de febrero, un Gobierno en funciones. Durante este periodo de parálisis no se ha dado una respuesta política oportuna al reto planteando por el movimiento independentista en Cataluña, no se ha aprovechado la lenta recuperación tras la crisis anterior para abordar reformas estructurales y tampoco se ha empezado a plantear cómo afrontar el ciclo de desaceleración económica.

Sobre la mesa deberían estar las propuestas necesarias para encarar las crisis en las que nos encontramos inmersos y las que se atisban en el horizonte. Y en la actitud de los candidatos debería estar el compromiso de no crear las condiciones que lleven a un nuevo bloqueo de la gobernabilidad. Pero la coincidencia de la convocatoria electoral con las movilizaciones contra la sentencia que recayó sobre los líderes independentistas que no abandonaron Cataluña en octubre del 2017, la radicalización de las formas de protesta y del discurso de parte del independentismo y el recrudecimiento de las contradicciones internas en el seno de este mismo movimiento no pondrán las cosas más fáciles. La presión por mostrar firmeza ante las respectivas bases electorales difícilmente favorecerá que la campaña discurra por los cauces más razonables. Aún menos que durante los próximos días se den los pasos necesarios para desescalar la tensión que se vive en las calles y en las instituciones, aunque aún sería más grave que los peores temores sobre el desarrollo de la campaña se hiciesen realidad. No es realista esperar una pausa en el desarrollo de las movilizaciones iniciadas tras el anuncio de la sentencia. Pero sería de una extrema irresponsabilidad que estas acabasen por incluir acciones que impidan el desarrollo pacífico y sin impedimentos de los actos de campaña de todos los partidos políticos, y aún más la jornada electoral. La deslegitimación que recaería sobre quienes cuestionasen el derecho a la participación política de forma libre, conforme a la legalidad y en unos comicios a los que son convocados todos y en los que todas las fuerzas políticas han decidido concurrir debería bastar para ahuyentar cualquier tentación al respecto.

Estas serán las segundas elecciones generales en siete meses. Sería insostenible políticamente que en un plazo próximo se llegasen a celebrar otras terceras. Hemos llegado a esta convocatoria por la incapacidad de pactar entre los partidos que tenían la posibilidad de formar mayorías. El lunes 11 de noviembre el imperativo para llegar a acuerdos que permitan un gobierno estable será aún más ineludible si cabe. Solo cabe esperar de esta breve campaña que no sirva para romper aún más puentes de los que ya se han dinamitado y que no sea aún más difícil restaurar la vía de la responsabilidad.