Catedrático de la Uex

He visto crecer últimamente dos extremos. Por un lado, a muchos jóvenes con ganas de aprender. Y por otro a los que se bañan en única doctrina, la doctrina Aznar, mientras culpan de lo malo de la sociedad a quienes no se dejan controlar. En medio unos modos enraizados en la demagogia y en el egoísmo, cuyo resultado no puede ser otro, para esa juventud, que el de provocar que las conciencias vayan a menos, mientras las mercancías y el dogmatismo van a más. ¿Qué joven va a creer en la rectitud de lo que le dicen, si se hace desde unos ejemplos desprovistos de valor, bien cargados, por el contrario, de orondas alforjas con audibles tintineos a puro metal? Ejemplos situados en la orilla de los dirigentes populares a los que les gusta, sobre todo, ser conservadores. Esos que, bañados en las consignas que escucharon, creen poco en aquellas cuestiones públicas que no sean tocadas por el interés. Esos con las enseñanzas de Arenas siempre presentes, en vigilia, prestos a culpar a los demás. Las consecuencias están servidas. En los tiempos del crecer, cuando los sentimientos pueblan las intenciones, y cuando éstas están abiertas a absorber lo bueno de la sociedad, se reciben, en venta, sólo títulos con valor mercantil y con el doctorado en pensamiento único. Y siempre por boca de los que marcan los dogmas. Los que antes de ser gobierno parecían espejos con blancos reflejos. Son, simplemente, gentes de un grupo en el que se dirige al dictado de la única verdad. Verdad desnuda de matices, expandida por el propio viento ideológico. Y sin discrepar. Prohibido.

Terminó el siglo XX con la doctrina conservadora marcando el paso. Le ha sucedido un nuevo siglo. El humanismo, con delicadas raíces, ha entrado en preocupante declive, ante el brío de un político, Aznar, desbocado por unos senderos, con el viento transformado en vendaval. Ya no oculta las intenciones. Ha encontrado, con arte, la fórmula para culpar a los demás.

Si se recuerdan ahora los avatares del ayer, los de los primeros cuatro años, y se comparan con los despropósitos continuos del presente, el asombro se hace dueño de la comparación. Ahora todo vale. Valen las mentiras. La demagogia se practica sin rubor. Sin ninguna vergüenza se pelotea al americano, ese que, con sorna, dice que le preguntará a su abogado qué es eso de la justicia internacional. Con descaro se colorean las malas siembras abonadas por los propios problemas, triste y gratuitamente creados. No hay inseguridad ciudadana. El paro casi ha desaparecido; la precariedad laboral es cosa de los demás. La vivienda no es un lujo y la desigualdad ha sido borrada del mapa. La unidad de la patria solo es defendida por el gobierno. Los demás sólo buscan quebrar el esqueleto del Estado. "Quieren otro Estado", acusa con toda la desvergüenza política el señor Aznar, en el acto oficial de celebración de la Pascua Militar. Y muchos ejemplos más. En el fondo dan igual, pues se ha conseguido que las cosas sean las que se quieren dibujar. El problema vendrá cuando los discípulos del fondo del espejo sean aventajados de la propia doctrina. Para entonces España corre el peligro de dejar de existir. Y la culpa sería de los demás, por supuesto.