XAxfirmó José Luis Rodríguez Zapatero la noche de su victoria: "A mí el poder no me cambiará". Lo recordaba ayer en Le Monde Marie-Claude Decamps en un amplio reportaje titulado Zapatero le placide. Este es su mayor reto. El de no sucumbir al denominado síndrome de la Moncloa, encerrado el presidente en su torre de marfil, que --según la Real Academia-- es sinónimo de indiferencia "ante la realidad y los problemas del momento".

De conseguirlo, Zapatero estaría llamado no se sabe si a ocupar un lugar de honor en la historia, pero podría gozar, al menos, del respeto, la admiración y hasta el cariño de la mayoría de sus conciudadanos. Pasar a la historia, por cierto, constituyó una de las obsesiones de Aznar y fue una de las razones que le condujeron a su infortunio final.

Es un tipo ciertamente "plácido", como lo define la periodista francesa. Pero el presidente no parece, desde luego, apático, indeciso o predispuesto a eludir sus responsabilidades. Está demostrando lo contrario. Es, no obstante, prudente. La prudencia es una de las cuatro virtudes cardinales. Consiste, ni más ni menos, en discernir y distinguir lo que es bueno o malo para, como consecuencia, seguirlo o huir de ello. No ha hecho otra cosa Zapatero desde que llegó a la dirección del PSOE.

Se ha forjado en la adversidad. Apenas nadie daba un euro por él. Había llegado casi de puntillas. Saltó del anonimato a un cierto desprecio colectivo. Circularon chanzas sobre él. Estaba destinado --insistían los siete sabios del Reino-- a ser un líder provisional.

Acudió a la manifestación de los estudiantes, la primera gran movida contra el aznarato. Encabezó la manifestación masiva a raíz de la huelga general. Le ganó a Aznar --en el cenit de su gloria virtual-- el debate de la nación. Volvió a la calle cuando estalló lo del Prestige . Mientras, Aznar no pisaba Galicia atrapado por el miedo escénico. Cuando empezaron a sonar los tambores de la guerra maldita, Aznar se convirtió en asistente del emperador. Zapatero clamaba "¡no, guerra no!". Era uno más entre millones de españoles, codo a codo con sus colegas de la izquierda.

Se hubiera podido arrugar. Habría podido acogerse a fórmulas ambiguas, tan abundantes. Entonces empezaron a disparar contra él desde la artillería de la derecha política y mediática. No retrocedió un milímetro. Quizás evocó la memoria del honorable capitán Rodríguez Lozano, su abuelo, al que no pudo conocer porque lo fusilaron los militares fascistas.

Se mantuvo firme Zapatero. Estuvo más cerca de la paz que de la tentación de las Azores. "Quiero que estéis más en contacto con los barrios de Madrid que con el palacio de la Moncloa", advirtió a sus colaboradores tras el triunfo en las urnas. Plantó cara a los señores de la guerra. Ahora se mantiene en sus trece. La dignidad de la política radica en la coherencia. A lo largo de la sesión de investidura, reiteró su promesa sobre las tropas españolas en Irak. Lo dijo con insistencia, pero esquivó concreciones. Cundió la inquietud. Pero Zapatero le había reservado el guiño del compromiso --casi a media noche, en el Congreso-- a Gaspar Llamazares, su compañero de pancarta, tantas veces vilipendiado --como él-- por la jauría conservadora.

Resistió la desilusión de las municipales y luego el escándalo del Gobierno de Madrid, el fraude electoral no investigado por órdenes del fiscal general. Apostó por Maragall y la coalición con ERC, en medio del rugido de los inquisidores al grito de ¡España, España! No se rindió tras conocerse la inmensa torpeza de Carod-Rovira ni, más tarde, cuando ETA decretó una tregua sólo para Cataluña. Le llamaron traidor a España. Lo pusieron literalmente a parir.

Esto no es un ditirambo. Sólo una aproximación al personaje. Cuando finalice la legislatura habrá que hacer el balance global de su gestión. Será entonces cuando se deba, o no, confirmar el elogio. Pero Zapatero ha conquistado a pulso la confianza de muchos. Ha abierto el portalón de la esperanza olvidada.

*Periodista.