Como en cualquier organización humana, en los sindicatos hay gente que desarrolla su labor con profesionalidad y verdadera vocación de servicio, y personas que persiguen, como únicos fines, la relevancia pública y el ascenso a las cumbres institucionales o políticas.

A lo largo de la historia más reciente de nuestro país, hemos podido comprobar como algunos líderes sindicales, como Nicolás Redondo Urbieta, renunciaban a una carrera política para continuar oponiéndose, con firmeza, a políticas laborales o económicas con las que no comulgaban. Pero, igualmente, hemos visto, también, cómo otros muchos convertían las organizaciones que lideraban en poco menos que felpudos del poder, modulando sus críticas, y la convocatoria de movilizaciones, en función de quién gobernase en cada momento.

Durante las dos últimas legislaturas, en Extremadura, hemos podido comprobar cómo los líderes y las lideresas de dos de las fuerzas sindicales más reconocibles (UGT y CCOO) modificaban su discurso en función de las siglas del Ejecutivo regional. Por todos son conocidos los vínculos ideológicos existentes entre estos sindicatos y la izquierda política. Es una realidad que nadie niega, pero que, tiempo atrás, no era óbice para que los dirigentes sindicales criticasen las medidas de gobiernos de izquierdas que suponían un agravio para la masa laboral del país o la región.

De un tiempo a esta parte, esa capacidad crítica, para con sus afines ideológicos, ha desaparecido por completo. Y, en la misma medida, el sectarismo sindical lo ha ido invadiendo todo, conduciendo a una mayor desafección de los trabajadores con esos que deberían representarles. Si, a todo ello, le sumamos las implicaciones de estos sindicatos en los escándalos de corrupción de los EREs y los cursos de formación en Andalucía (y parece que, también, en Extremadura), y su complicidad y anuencia con el separatismo catalán, no es nada extraño ver cómo, ahora, los parados y trabajadores avanzan justo en el sentido opuesto al que señalan las pancartas.