Yo deseo, con el respeto al Tribunal Supremo, que sea una sentencia que nos permita la necesaria, deseable y saludable convivencia». Esa es la voluntad de nuestro expresidente Rodríguez Zapatero acerca del fallo del proceso al procés.

«Esta sentencia no sería posible sin el empuje del movimiento feminista que dirá «hermana yo sí te creo» hasta que solo sí sea sí, hasta parar los pies al machismo». La portavoz de Unidas Podemos celebraba así la sentencia del Supremo en el que elevaba la pena a los integrantes de ‘La manada’, situando a la presión social como la verdadera fuerza motriz.

Por supuesto, ambos casos suponen una forma de presión. Deliberada, poco oculta y no demasiado sutil, por más que los protagonistas intentaran (no con el mismo esfuerzo) disfrazar sus palabras. Ante cualquier pregunta que se les haya o vaya a hacerse encaminada a clarificar o echar algo de luz sobre sus posiciones, las respuestas serán similares: no se trata de criticar a la justicia sino de «servir» a un bien mayor. ¿Es que acaso usted no quiere diálogo?, ¿prefiere o le interesa que siga el conflicto? ¿No muestra empatía con las mujeres agredidas?, ¿debemos frenar nuestra reacción en defensa del género femenino?

Podría sorprender la candidez de las afirmaciones, y hacerlas pasar por «simples» opiniones propias o posiciones meramente personales, sin ningún matiz institucional. Algo que es más tragable en una charla de bar o hablando en el ascensor con el vecino del calor que hace. Pero que se hace difícil cuando hablamos de una diputada en nuestro Congreso y un expresidente del gobierno. Tonterías y liviandades con el dinero público, cuantas menos mejor.

La presión que ambas declaraciones insinúan es un tiro por elevación de los casos que individualmente comentan: es un disparo a la independencia judicial. Escogiendo palabras del mismo Zapatero: a la «necesaria, deseable y saludable» separación de poderes.

Se pertrechan sobre una insinuación. Aquella que considera que la «sensibilidad» (entiendo que en ambos casos se asume que es popular, o al menos generalizada. Y ya esto me genera muchas dudas) debe ser tenida en cuenta por el juzgador o el tribunal a la hora de dictar sentencia. Es exactamente lo contrario: no sólo deben obviar cualquier injerencia exterior sino evitar el filtro de cualquier perspectiva personal. Siempre consideré que el estado de derecho contaba con la herramienta objetiva del ordenamiento jurídico para evitar consideraciones (y sesgos) particulares.

No es el caso, parece. Debe imponerse la sensibilidad, como si esta variable -de existir como tal-- no fuera caprichoso y variable en función de los tiempos y momentos. O lo que es igual: el fin usando a su antojo cualquier medio que esté disponible.

Olvidan además de que existe un mecanismo que, por cierto, Irene Montero tiene muy a mano. El poder legislativo puede, si así lo considera, modificar normas que han sido desfasadas por el avance social, para proteger bienes o derechos o para generar espacios en los que los valores que tienen carga subjetiva (como el diálogo o la convivencia) encuentren la protección jurisdiccional.

Pero se opta por otra vía, más sencilla y más rentable para obtener votos o caricias de aquellos que, en cualquier caso, te las iban a regalar. Como el perro que mueve la cola cuando llega su amo sin importar que haya despedido a dos tías o trampeado el IVA en un par de facturas. Y esa vía es la injerencia (intolerable) a las decisiones de nuestros tribunales, por vía de insinuación o de proclamación del clamor popular.

Estamos viviendo tiempos irresponsables. Se insinúa la alarma social como una forma legítima no ya de crear normas sino de impartir justicia, cuando los altos tribunales de los países occidentales han rechazado de forma continuada esta aplicación. Por lo mucho que se parece a actuar como una turba camino de un linchamiento. Que esté presente en ese peligroso determinismo en el que muchos se han instalado, que asume los fallos judiciales sólo cuando convienen o casan correctamente con el relato construido.

No sé a quién retratan las declaraciones, pero el hecho de que se lancen con convicción y sin el mínimo reparo es ya una derrota. Que pretenden convencernos de la bondad de un «hooliganismo» institucional. No puede ser: el poder judicial no debe ningún servicio al poder (de los) políticos.