Todo país tiene derecho a revisar su historia cuantas veces lo decidan sus ciudadanos. Pero hay que tener cuidado en elegir microscopio: el de la justicia, el de la política o los dos. Hace 35 años murió en la cama el dictador Franco . Entonces se puso en marcha un plan, durante mucho tiempo esbozado: conseguir una democracia asentada dentro de los parámetros de lo que entonces era la Comunidad Económica Europea y subirse al tren de la historia que España había perdido tantas veces.

Hubo una amnistía general, una Constitución democrática y el desarrollo de un Estado de las autonomías, leyes que en conjunto supusieron el certificado de defunción del franquismo.

Ahora, más de 70 años después del golpe de Estado, la inmensa mayoría de sus protagonistas están muertos, la normalidad democrática solo está salpicada de crisis de crecimiento y de falta de madurez y las fuerzas oscuras del pasado solo son residuos peligrosos que se pueden volver a encender si se les insufla oxígeno suficiente. El peligro cierto para la democracia no es el fascismo, sino la desafección aderezada de crisis económica y de mediocridad de una clase dirigente que ha perdido el timón en la conducción del país.

La ley de memoria histórica ha debido ser el colofón de esa revisión para colocar a cada uno en el estante que le corresponde de la historia. Debía haber satisfecho la dignidad de las víctimas y haber dejado claro para siempre la falta de legitimidad de los verdugos. Si ha fracasado, las responsabilidades son políticas. ¿Qué más es necesario? Ahí está la soberanía popular representada en las Cortes Generales para tasar cualquier otra medida. Pero lo inteligente sería hacerlo rápido, porque las crisis de crecimiento de la globalización no aconsejan eternizarse en la contemplación del pasado. A lo mejor ocurre que nuestros jóvenes quieren revisar la transición porque no encuentran ningún camino para dibujar el futuro. Los pueblos, cuando están dormidos o acabados, vuelven la mirada atrás: esa es la autosatisfacción de la nostalgia que siempre es autodestructiva, salvo en la música y en la poesía.