En mi calle hay un bar minúsculo y desastrado (lo que viene llamándose «un barucho») que cierra tarde cada noche. El lugar, atendido siempre por camareras jóvenes, atrae a una nutrida fauna noctámbula -por lo general varones- que viene a tomarse la penúltima copa.

El sitio es conflictivo, y cada poco tiempo tiene que acudir la policía para poner paz. No suelo prestarle mucha atención a su achispada clientela cuando paso por él, pero la otra noche, mientras paseaba a mi perra Betty, me fijé en dos tipos que desentonaban con el lugar. Estaban en la calle, muy recogidos, hablando con tono confidente. Uno le estaba contando al otro la historia de su vida. «Yo era el rey. Pasé de cobrar 700 euros al mes trabajando para mi padre a ganar 10.000 euros mensuales. Tenía un buen piso, un cochazo, manejaba mucha pasta… Y las mujeres acudían a mí como moscas», le escuché decir.

Su interlocutor seguía sus palabras atentamente, y confieso que yo mismo me hubiera quedado a escuchar el final. Era tal mi intriga, que estuve a punto de preguntarles a aquellos dos tipos si me permitían tomarme algo con ellos para así averiguar en qué quedó la cosa.

Detecté tres fases en el relato: cuando trabajaba para el padre por poco dinero, cuando nuestro Gran Gatsby tenía ya un sueldazo y mujeres que acudían a él como moscas, y ahora que narraba los hechos en pasado -lamentándose, supongo- mientras se tomaba una cerveza a las puertas de un bar de mala muerte.

Aquí hay una historia, pensé. Una historia en tres actos, una historia espejo de la propia vida, en la que a veces se gana y a veces se pierde.

Conjeturas aparte, me pesó no poder averiguar por qué «el rey de las moscas» perdió la partida y ya solo le queda el consuelo de la narrativa, ese paraíso imperfecto para lectores y escuchantes, protagonistas a su vez de historias de éxitos y fracasos que siempre merecen ser contadas.

* Escritor