Dramaturgo

De esta ciudad en la que vivo, Badajoz, y de la que un lector me invitaba a marchar por resaltar algún defecto, me gustan sus rincones, los físicos e irrepetibles y los rincones donde la memoria guarda sensaciones que forman la biografía de sus habitantes. Enumerar esos rincones es tarea imposible para un escritor de columnas, pero no puedo dejar en el olvido algunos destellos. Uno de esos rincones está donde Manolo el Comunista, el viejo bar del pasaje de Colón, con sus mondongas, su buen vino y Manolo. Otro rincón, también taberna y con otro Manolo de tabernero, en la calle Guardia Civil, con vino de pitarra y tapas alineadas por riguroso orden: mondonga, salchichas, higadillos, pollo y pescado. Con terca vocación de cine, luchador incansable y del Bierzo, Aniceto junto a Rafael, su yerno, Concha, su hija y Paco, abre un rincón de lujo en los Cines Avenida de San Roque, un rincón para refugio de aquéllos que aún se emocionan con los atardeceres de ese barrio y descubren la magia del buen cine sin el sonsonete de las palomitas. También están los rincones potenciados por caminantes de sábado, excursionistas, recordadores de oficio y folletos. Pero me temo que muchos de mis rincones se vayan como se fueron Pepe y Juan, mis peluqueros, como se fue el maestro Gabriel, dejando huérfana su cocina, como se fueron los mercaderes de la plaza Chica o el tenderete del embarcadero.

Es la hora de las estatuas (y en buena hora) de los homenajes y del recuerdo. Es la hora de los poetas y los poetas están acodados en la barra de esos Manolos con una copa de buen vino en la mano para contarnos cómo pasan las horas desde el azul al rosa de un día, de una vida.