La repentina muerte de una política polémica como Rita Barberá ha vuelto a poner de manifiesto varios defectos seculares muy extendidos en la sociedad española. El principal, las exageradas alabanzas hacia una persona tras su fallecimiento, incluso por parte de muchos que en vida la criticaron o la ignoraron. El torrente de elogios que ayer recibió Barberá por parte de sus excompañeros de filas del Partido Popular careció en muchos casos de suficiente verosimilitud, porque la senadora y exalcaldesa de Valencia fue obligada por sus propios correligionarios a dejar el partido hace pocos meses a modo de fusible que queda inutilizado pero impide males mayores, en este caso la asunción de responsabilidades políticas de más rango con el desbroce de la densa trama de corrupción política en el PP de la Comunidad Valenciana, el telón de fondo de la larga etapa de Barberá en la alcaldía.

Probablemente, la mala conciencia por haber marginado a Barberá, que tanto aportó al PP, está en buena parte de las compungidas condolencias surgidas ayer desde las filas de ese partido. Mucho más graves, con todo, son los intentos de relacionar directamente la muerte de Barberá con las actuaciones judiciales que tenía que afrontar. La relación causa/efecto que hicieron algunos dirigentes del PP, y el propio ministro de Justicia, entre la presión a la que estaba sometida la senadora y su fallecimiento es absolutamente improcedente. Es muy probable que alguien que acumuló tanto poder y libertad de acción como Barberá sintiera inquietud ante la acción de la justicia, pero su muerte no puede ser utilizada obscenamente para pedir a los ciudadanos condescendencia hacia los políticos investigados por corrupción, sean del partido que sean. La presunción de inocencia de un encausado no puede justificar ningún tipo de impunidad.

Igual reproche merece la decisión de los diputados de Podemos de no participar en el minuto de silencio por Barberá en el pleno del Congreso. Ni las abismales diferencias políticas con ella ni la inflexibilidad con la corrupción justifican la negativa a participar en ese mínimo gesto de respeto, que nadie sensato hubiera interpretado como hipócrita. La nueva política no puede incurrir en intransigencias parecidas a las que asegura querer combatir.