Era tarde. Quizá con exceso de cansancio en los cuerpos, pero tarde. En el fragor de la noche, aquella pareja que apareció en el pub, al que deduzco iba con frecuencia a última hora, explotó sin que, aparentemente, nada hubiera dado pie a ello: "No, no te pienses que me voy a divorciar ahora para irme contigo y dejar a mi marido y mis dos hijos". La frase sonó rotunda, a lo mejor demasiado, aunque lo que provocó a continuación fue un espeso silencio de apenas un minuto entre los presentes que asistíamos al espectáculo pasional sin haber sido invitados. No me parece que esta historia sea original en exceso. Acabó como empezó, es decir, con alguna mirada de sorpresa y poco más, ni tan siquiera en bronca monumental, pero me demostró aquella madrugada que estamos hechos de ritmos. El ritmo de las mañanas con nuestra sangre fluyendo mientras nos cae el frío, al mediodía con el lapsus de una cerveza fría o por las tardes, cuando parece que el día no acaba nunca hasta que la noche nos demuestra, una vez más, que caemos para levantarnos de nuevo al día siguiente.

Regresé a casa de madrugada y, al despertar, solo acerté a pensar que la intensidad de la pareja había derivado en conflicto, posiblemente porque la situación había llegado a un punto inaguantable hasta que ocurrió lo que les estoy contando.

Escuché a alguien decir hace tiempo que, al cabo del día, nos suceden pequeñas y grandes crisis, cada una con su temperatura y resolución y que es ahí, fíjense, donde radica nuestra habilidad para salir adelante. Reconozco que en ocasiones me paso de observador. Disfruto viendo el comportamiento de los tipos que sorben el café de primera hora e intuyo, por la forma de levantar la taza, si durmieron mal o bien o les espera un día complicado. Me ocurre también a mí, como en las noches en las que se mezclan emociones y excesos.